Mario Pérez Antolín

Mario Pérez Antolín

Prólogo de Contrariedades. Jaime Siles

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  • Mario Pérez Antolín se mueve en un territorio filosófico-literario de no siempre fácil clasificación por lo amplio y complejo de los temas tratados en el mismo. Y no es que al  género por el que opta le falte tradición. No, nada de eso: el suyo parte de la gnomé griega, se impregna de la sententia latina, disfruta con la geografía del aforismo, se divierte con el apotegma y alcanza esa porción de rápida y enigmática certidumbre que produce la frase encontrada, más que por la marmórea frialdad del razonamiento, por el ágil capricho que generan las misteriosas acrobacias del azar. La suya, pues, es la reine Agilität de Fichte y en ella se encuentra muy a gusto  en esa mixtura, bien dosificada, que combina a partes iguales ironía, inteligencia, humor, denuncia, crítica, reflexión y placer.  Como Aristófanes, afirma que “Sólo nos salva el ridículo”, y muestra aquellos en que suelen caer las ideologías. De ahí que no renuncie a desenmascarar  sus trampas, sin que ello le impida llegar a conclusiones como ésta, muy próxima al verso: La mansedumbre con que cae la nieve congela el tiempo. Yo, que he visto caer mucha, puedo corroborar esta afirmación que no se encuentra lejos de una de las mejores páginas de Thomas Mann. La muerte le parece un “fracaso” mayor que todas las  decepciones, pérdidas y derrotas que podamos sufrir. Lo que su mirada busca es “lo subyacente y lo subyugante”. Por eso “la evidencia científica y la sugerencia poética” no son vías distintas para él: ambas confluyen al permitirnos “la captación plena de lo comprensible”, como sucede en su atisbo de que “Detrás del insípido poniente, se esconde un retrato de blancura nunca visto”. Admira la extraña sensación con que nos desdoblamos en el sueño y que nos convierte “al  mismo tiempo  en personaje y observador”, ya que contemplamos “fuera lo que está dentro”. No otra cosa —conviene recordar— decía Goethe a propósito de la indivisible unión de fondo y forma: Nada hay dentro, nada hay fuera; lo que hay dentro, eso hay fuera. Según Ortega, “Una vida mirada así, desde su intimidad, no tiene forma”. Lo que Julián Marías explica del siguiente modo: “La forma es siempre el aspecto externo que una realidad ofrece al ojo cuando la contempla desde fuera, haciendo de ella mero objeto. Cuando algo es sólo objeto, es sólo aspecto para otro y no realidad para sí”. A veces él mismo se enamora del caballo de salto que es su propia sintaxis y juega con las construcciones del tipo “qué más adjetivo y dativo  —como en latín—  alargándoles las colas como si fuera la de un cometa. Otras lo hace con la coloratura fónica que ofrecen los komposita etimológicos: como cuando afirma que le repugnan las confidencias y que confía “sólo en los libertos-libertarios-libérrimos-libertinos”. En ocasiones se decanta por la observación ética  —como, cuando subraya que “Nuestra cultura moral descansa en la represión masoquista del instinto y en la hipertrofia alambicada de la conciencia”—  y hay algunas en las que articula un diálogo de tono y temperatura teatral. Reconoce que desconfía de las palabras, pero ellas son el material con el que, como artesano del lenguaje, trabaja, e insiste en las terribles consecuencias del pecado de hybris que los griegos tematizaron ya. Hace agudas observaciones sobre el carrito de la compra y el carrito del golf, señalando sus similitudes y —claro está— también sus diferencias. Y no duda en indicar el magnetismo que entre la prolepsis y la analepsis se establece. No se le oculta la condición lingüística y social del ser humano, y se declara “un agnóstico al que le gusta la oración”. Lo que le hace ser lector de poesía. Roza las tentaciones de la carencia de toda volición, pero pronto cae en la cuenta de que una decisión así sólo comportaría “una vida plena pero nula”. Horaciano más de lo que él mismo cree, siente ante sí tanto el cambiante espectáculo de la naturaleza —que definió Heráclito— y la sensación que nos produce “el detrimento de lo estacionario”. Se opone a Ausonio, a los poetas barrocos y a Rilke que tantas vueltas de tuerca dieron al símbolo de la rosa porque para él “Vivir es penar y gozar” pero “nunca a partes iguales”. Confía en el arte más que en la filosofía y, próximo a Heidegger, sostiene que no alcanzamos la verdad “porque no estamos preparados para ella”. Homólogo de Ulises, difiere de él en su consideración de lo que significa “nadie”, y, llegado a la edad que ahora tiene, advierte que ya es “más evocable que futurible”. No oculta su sonrisa al afirmar que “el contrato social se ha roto debido a la letra pequeña y a las cláusulas adicionales” que lo  desvirtúan y enmarañan. Y por ello expresa su deseo de ser ilocalizable y “desaparecer de los registros y las bases de datos”. Lo que no le impide hacer el plástico, lírico e interesante apunte: “Una coreografía de patos salvajes introduce algo de movimiento en este atardecer lacustre de abedules próximos a la desfiguración”. Y el lector piensa que este término —desfiguración— constituye una de las bases de su poética: otro —como  para compensarlo—  sería figuraciones, pues uno y otro configuran —nunca mejor dicho— la sístole y diástole de su pensar y de su decir.

    No podía faltar aquí —junto a la preocupación por lo político, lo económico y lo social que destella de un modo u otro a lo largo del libro— otra, que tiene que ver con todas ellas y que se ha convertido ya en uno de los males de nuestro tiempo: el ordenancismo que —como advierte Pérez Antolín— “agarrota la democracia”, dado que el “exceso de ley implica un detrimento del arbitrio”. Sabedor de ello y tal vez como respuesta y resistencia a ello, la segunda parte del libro insiste en la narración y toma la forma del relato como Platón, para hacer frente a la tragedia ática, optó por el diálogo. Lo que le lleva a meditar sobre lo que llama la “ilegibilidad metafórica”, el que cada vez haya menos “capas de lectura” y que, consecuencia de ello, corramos el riesgo de que la insignificancia se adueñe del texto “y el esquematismo funcional pase del acto de comunicación a la inteligencia en su conjunto”. Dictamen tan sabio como duro y tan claro como objetivo que debería no invitarnos sino obligarnos a reflexionar sobre esta peligrosa tendencia de nuestra cultura que se inclina hacia una cada vez más imperfecta verbalización y, por tanto, interpretación de nuestra realidad, con todo lo que ello lleva consigo y que incluye, entre otras posibles cosas, la evolución regresiva, la pérdida de la doble articulación y quién sabe si también el volver a caminar a cuatro patas. Tampoco la información se libra de la aguda mirada de Pérez Antolín, para quien “los informes” son “una herramienta perfecta, que combina información y manipulación, para engañar al que decide” o —al revés— para que  el que decide, engañe. Pero no se detiene ahí: también las minorías, “selectas” antes y ahora “perseguidas” atraen su atención. Y —como no podía ser menos— los “poetas estilísticamente superdotados” que “son del todo intraducibles” porque “no se puede verter la escritura que hay dentro de la escritura”. Fina observación que afecta no sólo a los poetas sino también a la traductología y la teoría literaria y sobre la que habría que meditar, como también sobre su enmienda a Locke y su división de las ideas en “sensitivas” y “reflexivas”, a las que nuestro autor añade otra: “las emotivas”. Lo que se comprende cuando él mismo habla “de un cielo licuado en su propia inmensidad” y describe al turista como “ese que mira, pero no contempla”. Su propia generación y él mismo, encubierto bajo un tú-testaferro, es objeto de crítica aquí. Y ello, con varios desarrollos: uno, de tipo descriptivo, y otro, que es como una carga de profundidad. En este último llega a afirmar que “cuando pensamos, deberían subtitularnos” y que, “cuando hablamos, deberían enmudecernos”. Y, por si esto fuera poco, distingue además dos tipos de exiliados: “los que están en una tierra que no es la suya y los que están en un tiempo que no es el suyo”. Uno tiene la sensación de que todos somos exiliados de los dos tipos. Y él —como Juan Ramón Jiménez, Paul Celan y José Ángel Valente— insiste en que le “gustaría ser menos yo y más nadie”: entre otras cosas, por el cansancio de uno mismo, pero no menos porque sabe que “el secreto es el refugio de la verdad” y que sólo ocultándonos de nosotros podemos llegar a ser nosotros mismos.

    La tercera parte del libro —titulada “Dudas que alumbran”— trata sobre la imaginación, la celebridad, lograda por el mérito o por la infamia, y este actual riesgo contra el que nos previene: “La peor combinación posible —dice— es un líder que dirige y manipula junto con una masa que aplasta y obedece”. A ello añade esta otra observación, no menos aguda, y, en los tiempos que corren, necesaria: “La cultura evita que el igualitarismo degenere en vulgaridad siempre que la calidad de los contenidos sapienciales no se vea dañada por la excesiva simplificación”, a la que tan adictos y afectos son nuestros sucesivos gobernantes. Pérez Antolín lamenta otro hecho no menos perjudicial: que “lo estándar se come lo distintivo” y que “después del prototipo viene la serie” y, con ella, la malaria moral de una sociedad que da derechos, pero no posibilidades. Su descripción de lo que llama “el decálogo de las democracias” me hace recordar el del poeta norteamericano Evans S. Connell, que, en uno de sus momentos  más lúcidos, llega a escribir algo tan incorrectamente político como esto, que dejo en inglés para que nadie me malinterprete: Of political perversions, is tyranny the worst / and democracy the best? The first elevates the tyrant/, the second debasdes the people.  Pero para él todo el derrumbe humano y social al que asistimos es el resultado  de haber sustituido la teología por la antropología y de haber convertido los sistemas en lo que acaso realmente son: una forma de cárcel. Su pesimismo no le hace perder  el sentido del humor sino que más bien se lo incrementa; véase, si no, este hilarante aforismo: “Era tan tardo que, para cuando se le ocurría la frase apropiada, su interlocutor ya no estaba”. Y ello, sin abandonar nunca su interés por lo transcendente.

    El cuarto movimiento —“Incómodo rincón de controversias”— no lo es tanto porque ni es rincón ni es incómodo ni hay tampoco en él —a no ser en sentido figurado o fingido— controversias. Lo que sí hay —y mucho— son  juicios y opiniones más o menos tajantes, pero que nunca hieren o  molestan porque el lector acepta de buen grado  lo que ellas expresan: desde lo que dice sobre las quintas de Beethoven, Mahler y Shostakóvich hasta lo que dice sobre las diferencias entre las generaciones. Y hay numerosos aciertos en observaciones literarias como éstas: que “Nadie puede  escribir sin antes desintegrarse en el enunciado para después reconstruirse en el significado” o que  “En el acto lingüístico importa tanto lo decible como lo dicho”. Para él el pasado es “memorioso; el presente, perceptivo”; y “el futuro, conjetural”. Y en cuanto al amor —al que abundan aquí las referencias y que define “como el pizzicato del tercer movimiento de la Sinfonía nº 4 de Tchaikovsky”— “no admite —dice— adjetivos, como la muerte no admite redundancias”.

    Contrariedades es un libro que se deja leer, que se debe leer, que se disfruta leyéndolo porque su autor es un hombre culto, pero no pedante, comprometido con las luces y sombras de su tiempo, que expone sus perplejidades tanto como sus certidumbres y que sabe que “cada libro sólo se deja leer por un único lector”. Ojalá lo seas tú, como lo he sido yo, de éste.


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