Mario Pérez Antolín

Mario Pérez Antolín

Prólogo de Crudeza. Vicente Verdú

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  • Es vergonzoso decirlo, pero necesito imperiosamente empezar por una leve incidencia escatológica.

    Me contaron que Josep Tarradellas tras haberse presentado a los catalanes con el «Ja sóc aquí» en 1977 y con 78 años, entró en la sala desde cuyo balcón había pronunciado estas grandes palabras y soltó un pedo. Alguien próximo comentó a media voz con un colega que el President se acababa de tirar un pedo, pero Tarradellas lo oyó y enseguida volvió la cabeza diciendo: «Oigan, sepan ustedes que ese pedo se me habrá caído porque yo no tiro nada». Tenía entonces 78 años.

    A esa edad no se encierra uno para tirar ni desaprovechar la vida que le quede. No habrá tiempo para redactar un gran tratado o una novela, pero sí para un aforismo, una sentencia o un consejo lacónico que, por sí mismo, se va desprendiéndo. Así van componiéndose después los libros de proverbios, que son, por antonomasia, reunión de células que se desmigajan en la edad madura. No se concibe a un joven ejerciendo de experto en la existencia humana, pero es natural en un escritor que ha traspasado los 70 y puede derramar lágrimas o perlas suculentas.

    De esta cosecha de filósofos de la vida, pero no profesionales de universidad, se crea una literatura tan conmovedora como sincera. Incluso, con frecuencia, radiante y turbadora.

    Pérez Antolín, sin embargo, a sus cincuenta y tantos años ya anda publicando varios libros de aforismos y aprovechando este género para no tirar nada. O para tirar con bala.

    No es esta la única rareza del momento. Gracias a su ejercicio allegado al tuit, se ha promovido una manada de escritores a los que se les cae ahora la frase exacta sin la retórica de expulsarla o enclavarla en la página completa. Más aún: el proverbio cae del cuerpo o de la mente, siendo tan preciso como una revelación. Acaso un excremento natural. Y siendo en este caso más cierto.

    Paradójicamente, por coherencia, el buen aforismo no posee aforo confortable en el sujeto pleno. Es una importante excedencia que no se puede contener porque cae sobre el papel con voluntad autónoma y propulsión orgánica.

    De ese modo el aforismo puede llegar a decir lo que parecía indecible y, como decía Celine, expresar lo que aún no se ha dicho. El aforismo se cisca en la convención del secreto y el miramiento. Es ciego y certero. Traspasa la visión común con una pupila de acero y cruza el pensamiento encalmado como una cellisca.

    Pero vale prestar atención a los errores. Efectivamente, uno se tropieza con aforismos no solo obvios, sino destartalados y feos. Feos y obvios, insufribles.

    Para ser acertados es necesario que hayan caído del corazón o la mente. Y desprendidos de allí porque en sus sedes ya no cabían. Son, en suma,  excrecencias, pero también formaciones que, como las perlas en las ostras, no tienen necesidad de cumplir función práctica. Ni razonable.  

    De este modo, cuando irradian una verdad, la obtienen de un pensamiento abarrotado de verdad. Caen desde ese exceso como gotas de un zumo desprendido de la saturación o del colmo de la experiencia.

    No es sin embargo (para estropear mi tesis) el caso de Pérez Antolín, demasiado joven como para que se le caigan los mocos, las lágrimas o cualquier secreción sin darse mucha cuenta.

    Pérez Antolín ha actualizado la vejez en la frase corta de nuestras redes sociales y ha modernizado la lectura en el modelo de la concisión publicitaria. No hacen falta ya muchas páginas para decir lo importante. Más bien, lo importante, como se comprueba en la historia de las religiones, se concentra en una sentencia demoledora o incalculable.

    Ciertamente, Pérez Antolín, reconocido promotor de proverbios en estos tiempos de poco tiempo, no siempre zanja la cuestión con laconismos. Es tan joven todavía que se le va la mano en párrafos más profusos que lo que requiere un cuesco. Y es así porque, al parecer, su capacidad literaria parece insatisfecha si no perora. Yo prefiero sus pensamientos más concisos, pero apruebo de él que no quede encerrado en el barato recreo del pensamiento ni en el parque infantil del divertimento, sino que —como deriva de su formación— llegue hasta la política, la economía y los derechos humanos.

    De otra parte, para salvar mi objeción a su labia, se encuentra la buena escritura que posee Pérez Antolín. Una buena escritura que no es, en este asunto, un mérito secundario. O se escribe muy bien o no hay proverbio posible. O se da con el centro del aforo o se borra el aforismo.

    Por su escritura certera y por su amor al rigor de la escritura, el proverbio se le cae, como a Tarradellas aquello, del mismo intelecto. No siempre será perfecta la deposición, puesto que viene del estómago, tan complicado. Pero en muchas ocasiones es muy sabio Pérez Antolín, sabiendo que el estómago es la segunda, si no la primera y más célebre mansión, del verdadero cerebro.

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