Tras la publicación en Valladolid, en 1605, de la célebre antología Flores de poetas ilustres de España, de Pedro de Espinosa, innumerables han sido las muestras antológicas que, con más o menos acierto, emularon aquella magnífica selección y evitaron, con el mismo ahínco, repetir una impresión tan precaria pues, como también sucede en estos momentos, las arcas de la res pública no estaban para dispendios tan lustrosos. No obstante, la modélica edición de Espinosa marcó una senda de pulcritud en la que figuras estelares —Fray Luis de León, Lope, Góngora o Quevedo— se daban virtuosamente la mano con otros importantes maestros —Baltasar del Alcázar, Lupercio Leonardo de Argensola, Juan de Valdés, Luis Barahona de Soto, Luis Martín de la Plaza, o Juan de Arguijo y un largo etcétera— y, sin ningún tipo de complejos, con poetas de menor relieve cuya proyección estética no procede rememorar aquí.
Lo cierto es que, después de aquel esplendor que cohesionó las poéticas más dispares en los Siglos de Oro, la que fuera por breve tiempo capital de España siguió después, por extrañas o por concretísimas circunstancias, amparando y reproduciendo hasta el siglo XXI aquella liberalidad y difusión líricas. Por tanto, desde el neoclasicismo al romanticismo, o desde la llamada Generación del 27, pasando por las múltiples generaciones de posguerra y de la posmodernidad más solventes, se han vuelto a dar cita en Valladolid de algún modo —en antologías, justas poéticas, juegos florales, revistas, movimientos literarios o en simple afán libresco y recopilatorio—, todos aquellos vates heroicos a los que Cervantes confirió sin exclusión —él que fue antólogo genial y equilibrado listero de prosa y verso—, carrera gentil, y también irónica, en su providencial prólogo al Viaje del Parnaso: «Si por ventura, lector curioso, eres poeta y llegare a tus manos (aunque pecadoras) este Viaje; si te hallares en él escrito y notado entre los buenos poetas, da gracias a Apolo por la merced que te hizo; y si no te hallares, también se las puedes dar. Y Dios te guarde».
AFINIDADES DE UN GRUPO
Esta bendición del genio cervantino ha liberado a los antólogos de todos los tiempos de prolijas explicaciones, ya que da por hecho que en toda recopilación, o viaje literario al Parnaso, por muy amplia y compleja que ésta quiera presentarse, las opciones son realmente limitadas y, por tanto, libérrimas las críticas. Sentados o de pie, 9 poetas en su sitio carga sus alforjas, sin más preámbulos, en un conjunto de creadores nada excesivo —nueve, un número natural y complejo que se aleja de conjunciones míticas o cabalísticas— que podría definirse, en cuatro palabras, como un grupo poético de afinidades coyunturales. El título de Sentados o de pie carece de simbología alguna ya que, deliberadamente, se basa en un elemento meramente descriptivo: en el encuadre concreto que proporciona una fotografía de grupo que reproducimos tal cual —sin ningún lifting de photoshop—, y en donde unos poetas, sencillamente, están sentados o de pie de manera aleatoria. Es decir, que hablamos de un encuadre fotográfico como un "referente de carne y hueso" que, según Roland Barthes en su Cámara lúcida, primero define una forma de estar y, en segundo término —una vez escudriñados los rostros—, puede delimitar un "rasgo inimitable" que sitúe al lector ante un estilo capaz de abrir de par en par los hangares de un espíritu colmado (9 poetas en su sitio).
Hemos denominado a los integrantes de Sentados o de pie como grupo poético y no como una generación al uso. Lo hacemos con las mismas reservas que lanzaba Jorge Guillén sobre la llamada Generación del 27, que era la suya. Decía a este respecto sin ningún tipo de tapujos: "No me gusta la palabra generación, prefiero la de grupo". ¿Por qué hacía el maestro vallisoletano semejante distingo en contra de la moda vigente tanto en su época como en tiempos posteriores? Evidentemente, por nada caprichoso. La palabra generación la reservaba en exclusiva a la poesía y al poeta como elemento creador y progenitor. Es decir, como individualidad capaz de sustentar un estilo, una estética y una filosofía sobre la vida y el mundo. En cambio, el vocablo grupo refiere una contingencia menos definitiva —"vicisitudes de la historia", las llamaba Guillén— en la que, superando sincronías u objetivos pretendidamente comunes, acaba por matizar extrínsecamente, y sólo en este sentido, una forma de hablar sobre poesía, pues hacerla plantea una cuestión distinta.
¿Cuáles serían, precisamente, las afinidades coyunturales de los poetas que integran la antología Sentados o de pie? Empecemos por los inicios. Cronológicamente —y este es el orden elegido para presentar aquí a los componentes—, hablamos de un grupo con cierta homogeneidad ya que nacen entre 1951 y 1964. Por tanto, algo más de una década, trece años concretamente, en los que política, económica y culturalmente empiezan a perfilarse tímidos cambios en la España del franquismo y que estos poetas, por razones obvias, no pudieron percibir como tales. A partir de 1951, entre otros cambios, comienza el tirón del turismo en España que irá minando, a lo largo de toda la década y principios de los sesenta —en 1955 España ingresa en la ONU—, la solidez inamovible del régimen. En 1964 —cuando Franco celebra los 25 años de paz y nace el último de los poetas de la presenta antología—, las pantallas de cine, incluidas las españolas, ya han iluminado por completo los retozos estéticos de la modernidad con las deslumbrantes estrellas de Hollywood; las aventuras espaciales son ya historia; las instituciones políticas han comenzado a funcionar a partir de la llamada Ley de Principios Fundamentales que se aprueba en 1958; el desarrollo económico echa a andar en 1959 y, además, en la cultura española generaciones de escritores y de poetas, que no procede enumerar aquí porque amplia es su nómina como sus implicaciones estéticas, toman el relevo de los cánones y la lista de autores de preguerra y de la inmediata posguerra.
En medio de esta eclosión de juventud con futuro —nada que ver con las sombras de pasado—, nace, en primer lugar, Luis Díaz Viana —Zamora, 1951— que es el veterano del grupo e inaugura, dentro del mismo, la saga bautismal de los cinco luises que, curiosamente, van en riguroso orden. Le siguen, por tanto, Luis Alonso —Valladolid, 1955—, Luis Santana —Medina del Campo (Valladolid), 1957—, Luis Ángel Lobato —Medina de Rioseco (Valladolid), 195—, Luis del Álamo —Valladolid, 1961—, Carlos Medrano —Salamanca, 1961—, Eduardo Fraile —Madrid, 1961—, Dámaso Javier Vicente Blanco —Valladolid, 1964—, y Mario Pérez Antolín —Backnang (Alemania), 1964—. Aunque nacidos los nueve en provincias distintas y uno incluso fuera de España, surge la segunda afinidad coyuntural: sus ancestros proceden de Valladolid, y todos ellos vivieron aquí en algún momento de su infancia o adolescencia. De hecho, aquí estudiaron los poetas, se conocieron, estrecharon lazos amistosos, iniciaron su experiencia vital y literaria, y en Valladolid, finalmente, tras las oportunas opciones particulares o de aventura profesional —la mayoría porque viven en la ciudad del Pisuerga y el resto porque mantienen ineludibles lazos familiares o sentimentales— siguen teniendo su referencia como paisaje natural y memoria fecunda.
De esta unidad geográfica —una realidad con sentido dentro de la diáspora que suponen las actas de nacimiento— pasamos a las afinidades literarias menos decisivas. Nunca existió en el grupo ningún tipo de liderazgo que implicara una determinada opción generacional, ideología estética, plástica o política. Son herederos directos de la Transición, lo que quiere decir que nunca la concibieron con la misma aspiración de las generaciones precedentes: como un proceso hacia una sociedad menos tutelada y dependiente. Para estos poetas supuso una normalidad, un punto de partida en el que vive y se desarrolla cualquier sociedad libre. Crecen, por tanto, independientes, sin lastres históricos o culturales, y eligen ser poetas sin ataduras desde que estudiaron el bachillerato, a pesar de que algunos de ellos —caso concreto de Dámaso Vicente o de Pérez Antolín, los más jóvenes— militaran en opciones políticas determinadas que luego, por diversas razones, acabarían por abandonar.
Cuando el grupo empieza su particular andadura poética —la mayoría a partir de los ochenta, y con la lógica excepción de Luis Díaz Viana que ya en 1971 publica su primer poemario titulado Resurrección—, Valladolid era un hervidero de fabulosos equilibrios y de rupturas sonadas tanto en el ámbito político como en el literario. Sin embargo, el grupo de Sentados o de pie parece centrarse únicamente en una sola ambición formativa: digerir todo tipo de poesía que les llegaba para formalizar sin prisas su propio status poético. Lógica opción. Eran demasiado jóvenes como para vivir de las rentas del 68, sistemáticamente dispares como para cerrar filas en torno a cualquiera de las generaciones que llamaban a las puertas de la fama bajo la apariencia de una novísima realidad estética, y sobre todo, a pesar de su juventud, eran tan renuentes a la literatura como grupo de presión para perpetuar determinados clichés sociológicos o roles de presión cultural que, quizás sin pretenderlo, se convirtieron en devoradores de poesía de puertas adentro. En este sentido, hicieron suya la máxima de Juan Ramón cuando, interesadamente, le situaban en los umbrales de un movimiento poético o de un modo de pensar o de actuar, y él les replicaba con educación suave o respondona dependiendo del caso: por favor, "Quisiera que me dejaran ser lo que soy".
Tan clara aparece en el grupo esta afinidad reflexiva que, de facto, ninguno de ellos —ni siquiera Eduardo Fraile o Luis Ángel Lobato, que son dentro del grupo los profesos con más estricta observancia en cuanto a librea poética se refiere, pues viven del vuelo y de la captación del néctar poético como los colibríes— se han dedicado a la literatura como profesión. Profesores, y no siempre de literatura, son Luis Díaz, Carlos Medrano, Luis del Álamo, Javier Dámaso, y Mario Pérez. A profesiones de distinta índole pertenecen Luis Alonso y Luis Santana. Su afinidad por la pasión literaria, hay que buscarla, en consecuencia, en lo que sobrepasa a sus ocupaciones habituales cuando al final del día no pueden disimular lo que son y hacen de tripas corazón. Y claro, al no pertenecer al establishment que fija y da esplendor a generaciones y a poetas consagrados, no tuvieron que guardar las formas ni tampoco brujulear para convertirse, dentro de un orden, en cola de león o cabeza de ratón en ninguna cofradía.
Ajenos a las epigonías que detestaba Nietzsche y al trasiego literario que tanto maldecía Francisco Pino —fueron testigos del silencio transgresor del poeta vanguardista o de sus palabras directas cuando acusaba a la literatura y a los literatos de cementerios cultivados o regidores de pompas fúnebres—, tampoco tuvieron, en consecuencia, un gestor que proyectara sus intereses poéticos o concursales. Colaboraron, eso sí, en las gestas poéticas de los demás desinteresadamente —todos ellos, sin excepción, ocuparon un espacio en revistas literarias y algunos, como Luis Díaz, Luis Santana, Eduardo Fraile, Javier Dámaso o Mario Pérez Antolín, en algunas antologías—, pero sin los réditos ulteriores del literato. Nunca pleitearon por las formas plásticas ni polemizaron por añadir o quitar un adjetivo sonoro o un aplique generacional a ningún maestro o principiante en detrimento de otro. Como resultado de sus obsesiones puristas, lo cierto es que aquellos poetas que en los años ochenta habían formado parte de la esperanzadora juventud —los mismos que iban a tener 40 años en el 2000 y que debían recoger el testigo de la recién creada democracia para encauzarla hacia el nuevo milenio—, se hicieron poco menos que invisibles como tal grupo.
En consecuencia —y no lo digo por la resonancia enfática del nombre que cinco de ellos llevan de nacimiento—, emularon el estilo fraylusiano —ni envidiosos ni envidiados—, y se limitaron, pacíficamente, a escribir su obra poética sin importarles demasiado qué editarían o qué guardarían en sus bibliotecas. Lo cual no quiere decir, a pesar de la leve queja que pueda plantearse, que tuvieran mala suerte. En el fondo son individualidades estancas que saben perfectamente a qué se exponen: a trabajar sobre una realidad artística que no siempre trasciende. De aquí que publicaran y guardaran poesía en la misma proporción. Unos, los menos, publicaron con cierta regularidad, otros muy de vez en cuando, y el resto se hicieron tan invisibles como el grupo. Los dos casos extremos de obra poética inédita y que, en gran parte se conserva en la recámara, la encarnan Luis del Álamo y Javier Dámaso. La obra del primero se encuentra desperdigada por una serie de revistas. En el caso del segundo, y a pesar de haber dirigido una editorial y haber recaído en él la organización de actividades literarias dentro del marco universitario como profesor de derecho internacional, su producción poética y teatral, prácticamente, continúa inédita.
Nada de extrañar, por tanto, que con estos antecedentes, muy en consonancia con algunas de las premisas del idealismo más clásico y moderno —me refiero a la reflexión sobre el individuo y el yo más íntimos, al amplio análisis de la realidad con las cautelas congruentes y estratégicas, y a la propia conciencia como último garante de una ecuanimidad aceptable—, las afinidades estéticas de los nueve deriven en un parecido entusiasmo: no caer en la trampa de confundir calidad con cantidad —extremo al que acabamos de aludir—, encontrar una posible alternativa poética en medio de las generaciones posmodernas y neovanguardistas y, a partir de aquí, construir en lo posible una percepción de la realidad literaria —"verdad artística", la llamaba Goethe— como individualidad lírica.
Efectivamente, su marcada y expresa equidistancia entre generaciones o estilos habituales de hacer y concebir la poesía en un tiempo determinado no se hace por las buenas, sin imaginar que provenga, precisamente, de una formación amplia y heterogénea que sirve para forjar un espíritu recoleto y, por ello, señala a menudo los silencios más ambiciosos o los más tozudos. Por una parte, son deudores de la tradición más clásica y también de las innovaciones que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX. Como vallisoletanos de formación académica, conocieron los últimos años del Guillén más sociable, la humanidad más contagiosa de Claudio Rodríguez, desgranaron en primera instancia a los maestros de la llamada poesía social, y convivieron con varios de los novísimos y de la experiencia. Y por tenerlo a mano, conocieron la obra publicada, la inencontrable y la tradición oral, de un poeta tan rupturista como vanguardista que fue Francisco Pino. Entre el clasicismo más académico, la renovación más variada y la neovanguardia más audaz, estos poetas llegaron, sencillamente, a un resultado manifiesto: querían ser poetas sin pagar el peaje de la literatura. Cada uno de los nueve encara su poética con el coraje que supone trasladar la naturaleza simple de las cosas a una realidad sentida y traspasada por el propio conocimiento de la vida.
PARTICULARIDAD POÉTICA
Luis Díaz Viana, como investigador y destacado ensayista, traslada el sustrato de sus estudios antropológicos a la poesía en dos direcciones básicas: en la preocupación por el destino del hombre, bien como individuo o colectividad, y en la significación de la Historia. De ahí que pueda hablarse de una antropología poética pues, a menudo, el núcleo de su reflexión se extiende a los problemas concretos del hombre y, al mismo tiempo, sobre la búsqueda del sentido de la vida: la propia y la ajena. El ser, por tanto, se enfrenta en soledad a una búsqueda infructuosa entre los bastidores del teatro del mundo. Esto lo emparenta con los grandes poetas metafísicos —Quevedo o John Donne—, y le obliga a utilizar algunos de sus recursos: el concepto, los contrastes y paradojas, la interpelación a Dios, los razonamientos del poeta consigo mismo —y aquí el pensamiento de Luis Díaz se convierte en una experiencia que modifica la sensibilidad—, y la inserción de elementos cotidianos. Este último recurso poético, lógicamente, da paso a un elemento de modernidad muy característico en la poesía de Luis Díaz Viana: las imágenes posvanguardistas y una sexualidad contemporánea que posicionan sus conceptos metafísicos en los arrabales de la poesía beat. Justo en el reverso de este vértigo existencial, sitúa el poeta la creencia absoluta en el amor que, en multitud de ocasiones, como ocurre en los mejores poetas metafísicos, es la salvaguardia de la muerte.
Si la exploración de la memoria es un elemento común al grupo antologado, en Luis Alonso desempeña, como recurso enfático, una peculiaridad: el olvido no elimina las vivencias del recuerdo porque tan sólo las silencia. En este sentido preciso Luis Alonso se revela como un bergsoniano de gran calado, ya que hace de esta conciencia el hábito de su reflexión poética y, a partir de ella, cifra precisamente la consistencia del propio yo. Hasta tal punto ocurre así —no olvidemos que Luis Alonso es un filólogo de formación que orientó su vida profesional hacia la publicidad y ésta la concibe como la relación de impacto que ejerce la palabra entre el producto a vender y el comprador—, que cuando publica su primer libro, La música del tiempo, la recordación se elabora, irremediablemente, con aquello que el bullicio de los mercados del mundo no pueden recuperar: lo que en el trueque no puede venderse de ningún modo a no ser por la poesía. De este modo tan peculiar, el poeta puede acceder a lo olvidado y recobrar el instante único. Para Luis Alonso, los instantes que merecen ser revividos son los de plenitud y felicidad, que condensados en metáforas lumínicas le acercan a importantes poetas del siglo XX como Jorge Guillén, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma o Juan Ramón Jiménez. A este último debe, quizás, la concreción del discurso poético en una segunda persona: la mujer amada (o "amiga mía"), destinataria y protagonista de todo poema.
A Luis Santana, como bien podrá apreciarse en esta antología, le interesan las certezas imprescindibles y sólo estas. Su pericia vital —situada en lo más vistoso de la gestión cultural, que dura lo que una noticia breve, o en los entresijos administrativos de una compañía de teatro, recalando en la crónica de los tiempos shakesperianos— le ha llevado, directamente, al análisis del yo auténtico de Ortega y, como consecuencia, a ganarse, en ese mismo ámbito de las fidelidades, lo que llamaba Heidegger "la propiedad más propia" del individuo: la coherencia del poeta con su obra. Y esto es lo que define la poética de Santana de principio a fin: un hilo sutilísimo que refiere lo más dolorido del ser y lo más derrotado de la existencia. Proceso interesantísimo. Tras su primer libro, Mirador, dedicado a la muerte de la madre, todo ya está ahí enunciado en su función representativa y en su metáfora integradora. La pérdida del ser querido empapa toda fenomenología y, como tal, desbarata toda posibilidad de avance vital o poético. Y es aquí donde se produce un planteamiento dialéctico retador: a través del silencio prescrito, que se espesa con una lógica aplastante, la poesía de Santana va restando negaciones a la sustancia poética —"No tengo una palabra para tu nombre"— acumulando esterilidades, y dilatando incomunicaciones hasta dejar abierta, como una ley kantiana, la última coherencia en poesía: que si se enhebran realidades auténticas, la nada no llega a "encontrarse nunca".
Luis Ángel Lobato, con escasísimas salidas al mundo exterior fuera del ámbito territorial y humano de su pueblo natal, Medina de Rioseco —"Tierra de Campos infinitamente", que decía Jorge Guillén—, representa en el grupo la opción más radical y estricta, diseñada bajo una premisa general que desarrolla implícitamente una conclusión soberana: la poesía amorosa, sustancia de su poética, se fundamenta en la soledad porque es la única opción inmune al fracaso amoroso. ¿Platonismo modernizado pasado por el tamiz fenomenológico de Stendhal? Más bien realidad en vena que —después del recorrido en solitario por los idealismos filosóficos, y por las cruciales angustias en estancias literarias—, llega a una fatal y definitiva comprobación: "Qué difícil era el amor: una encrucijada". Ese estado obsesivo o encrucijada provoca que la realidad sea apreciada a través de un lirismo onírico que poco tiene que ver con el surrealismo y más con los paraísos artificiales de Baudelaire, pues las cosas terrenas no existen, la verdadera realidad está en los sueños, y la mujer es el ser que da luz o sombra a esas imaginaciones para vivir en ellas espiritualmente. El amor perdido está muchas veces en relación con la infancia prescrita, lo que alimenta la soledad y la orfandad del protagonista en sus poemas. Lobato, que cuida mucho la unidad temática y formal de los libros, pocas veces hace recopilaciones de poemas: diseña poemarios con estructura límite en donde el pensamiento lucha a muerte con sus actos.
Con Luis del Álamo se cierra la saga de los luises —5 nada menos— en Sentados o de pie. Si en su vida profesional Luis del Álamo ejerce como pedagogo dedicado a la Educación Especial y a la Mediación Educativa, en su proyección de poeta que sólo es visible a través de revistas de mediación poética, quiere decir que nos hallamos ante un creador especial porque, primero, mira a los niños en sus olimpos disfrazados, y luego, desde esa monarquía absoluta que regenta las claridades más primigenias y sencillas, pasa a la poesía para desgranar las complejidades obvias y las olvidadas. Y es aquí, en esta compatibilidad de las alturas y las bajuras como utilidad simbólica y pedagógica —mediación presencial en abierto— donde la poética de Luis del Álamo respira con delectación. El paisaje de Castilla, sus costumbres y sus gentes, definen la sustancia y la forma de la poesía de Luis del Álamo, que se ajusta en su esbeltez a la intensidad esencial de la Meseta de manera distinta a la habitual: en un referente que, a partir de las concepciones históricas o literarias, declara una nueva identidad. Guillén y Pino están detrás de ese compromiso terapéutico —poesía como medicina animae— que, por ejemplo, se hace patente en el poemilla titulado Perfección: "Cuánto silencio / se añade al secreto de los surcos." La estilización de este meollo deriva en una vertiente vanguardista en la que lo cotidiano fluye entre referencias culturales y decididos experimentos formales, como en el poema que cierra esta selección antológica.
Carlos Medrano, caso paralelo al de Luis Santana, representa dentro del grupo la relación más explícita de un castellano con las lenguas hispanas, sobre todo con el catalán y el portugués. De hecho su ejercicio profesional como profesor de literatura de enseñanza media se ha desarrollado en zonas fronterizas como Extremadura y las islas Baleares. Su obsesión por el uso gramatical de la palabra en su corrección idiomática, como también en las variantes dialectales que tienen lugar en las zonas de influencia en las que ha vivido, le han convertido en un experto filólogo que puede trazar mapas lingüísticos con una precisión de cirujano. Esta misma deliberación lingüística, primero como simple proceso gnoseológico o teoría del conocimiento, y luego como el cristal en donde se aclaran las esencias líricas, ha pasado como herramienta al proceso poético. La poesía de Carlos Medrano parte de la esencia del modernism de la literatura inglesa, si bien, como salmantino de nacimiento, se actualiza al compás de la poética unamuniana: "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento". De aquí su hondura conceptual y rechazo del realismo, que conducen a una experimentación sintáctica y morfológica en busca de nuevas imágenes poéticas. La suya es una verdadera carrera cognoscitiva en la que compiten a cielo abierto la bruma del misterio y lo inapelable del ser. Y lo hacen con las formas más neutrales de la poesía tradicional y también con el paraguas tutelar de la poesía zen o sufista como prospección existencial: "A veces, toda la sabiduría que requiere un poeta / desciende de un paseo descalzo por la naturaleza".
Ya con 17 años —la excepción más radical en el grupo de Sentados o de pie— Eduardo Fraile pone rumbo a la poesía como exclusiva dedicación, sacrificando carreras, oficios y beneficios. Fuera del hilo sutil que teje la realidad y el espíritu con palabras, no se conocen en este poeta otros hilvanes literarios. A partir de este laboratorio —que mana de Juan Ramón como experto en hilos de plata, pero con plegadoras vanguardistas características de Pino—, Eduardo Fraile ha recorrido un arduo camino en el que se ha encontrado con muchos poetas de regreso y también con demasiados perdidos. Pero él se ha mantenido fiel a una constante diáfana que hoy todos le reconocen: sacar a la palabra poética de las encerronas conceptuales y de los sepulcros vacíos señalados por Platón. Desde sus inicios, el posvanguardismo de Fraile, teñido de un afable dandismo, se juega el todo en esta particular liberación. Centrado en esta plenitud exclusiva, usa la pluma y el trazo como un zahorí en pos de cualquier registro: los de la lírica popular, los del surrealismo, los más experimentales, los letristas o puramente visuales. ¿Y lo más íntimo del yo? También. Precisamente, al comenzar el siglo XXI —y puede apreciarse cabalmente en esta selección en donde él mismo compara ese momento concreto con la caída del caballo de San Pablo—, su poesía se posa en el "yo primitivo" de la fenomenología husserliana revalorizando sus primeras experiencias como exploración de una memoria inédita.
Javier Dámaso, el único esdrújulo de Sentados o de pie, es el poeta menos editado del grupo: aparece en alguna revista tradicional, prodigándose algo más en foros vanguardistas. Como organizador de actividades poéticas en la Universidad de Valladolid, contribuyó como pocos a la configuración de un núcleo generacional y cohesionado en torno a unas claves poéticas que, a la postre, coinciden con las suyas. Más conocido como actor, dramaturgo, director de teatro, o autor de relatos, Dámaso se ausentó de las deliberaciones poéticas tras seguir, románticamente, el consejo más iconoclasta de Pino: "que nadie sepa mi nombre" como poeta. La aplicación fue tan rigurosa, que su primer libro, y por tanto inédito, lleva un título demoledor: Objeto para destruir. Si la huella de Pino se trasluce en varios de los poetas antologados, en Dámaso se asimila con fruición y provecho. Pero el letrismo, la mezcla de tradición y vanguardia, y los elementos de carácter experimental, se hallan aquí aplicados por una razón propia. Dámaso es profesor de Derecho Internacional y, como tal, abriga el sueño nobilísimo —el mismo sueño filosófico de Escipión que narra Cicerón en su De re pública— de servir al ciudadano una utopía universal: una justicia sin adjetivos a través de la poesía. De aquí, que la poética de Dámaso —incluso en los poemas íntimos— encare ese sueño de consolación utópica buscando en la palabra una plenitud a primera vista —impacto visual— como sucedería en una grabación del código de Hammurabi o en un artículo del Digesto.
Sólo unos meses de diferencia, separan cronológicamente a Dámaso de Mario Pérez Antolín, el benjamín del grupo. Posiblemente esta proximidad les condujo a compartir, en cierta época de su vida, parecidos supuestos utópicos e ideológicos, e incluso semejante actividad social. Pero poéticamente hablamos de dos personalidades distintas. La irrupción del neovanguardismo, por ejemplo, o es meramente testimonial o carece de relieve en la poética de Pérez Antolín. Sus intereses estéticos, marcados por la observación directa de las cosas y por la inmediatez de los acontecimientos —el modelo sería Walter Benjamin que confiere a la realidad poética rango de utopía original—, le convierten en un hegeliano flexivo que deslinda el saber inmediato del absoluto. De aquí se desprende una constante reflexión en sus libros —una lucha con tintes historicistas— sobre lo que entiende como más inmediato en poesía: trazar un corredor estético, no exento de moralidad práctica, entre esas percepciones y el yo más irrenunciable. Una poesía culturalista en el fondo, emparentada con los Novísimos. Si al principio abundan los escenarios ficticios o falsamente históricos, en los que una idea o perspectiva original se erigen en poema, después son los hechos cotidianos y el propio punto de vista —el captado "desde abajo", humilde, descentrado pero básicamente filosófico o ético— los que dan vida a una poesía más sentimental pero no menos inteligente. Su libro Profanación del poder —aforismos de una sorprendente profundidad poético-filosófica— trajina esa inmediatez poética de un modo brillante.
ANTONIO PIEDRA.