De caleidoscopios y constelaciones líricas
Ordenada en ocho secciones, referentes a otros tantos títulos que la engloban, en Definitivamente provisional, título adoptado por Mario Pérez Antolín para recoger y reunir su Poesía completa (1985-2007), se nos impone una primera imagen para abordar esta poesía: la del caleidoscopio o la constelación.
Porque Mario Pérez Antolín se sirve de varios registros para plasmar su mundo propio (sin el cual no hay poesía verdadera); registros que no están desentendidos unos de otros, sino en una interrelación a través de la cual quedan iluminados, haciendo que se establezca, debido a la suma de todos ellos, un único dibujo, formado por distintas líneas; o un único tejido, elaborado con hilos diversos, pero concordantes siempre. De ahí esa imagen del caleidoscopio o la constelación que se nos impone al leer esta poesía.
Enseguida pasaremos a hablar de esas líneas, de esos hilos que configuran la constelación o el caleidoscopio de la poesía de Mario Pérez Antolín.
Un decir castellano
Pero hemos de aludir primero a su modo de decir poético, a su manera de abordar el canto lírico. En este ámbito, se nos impone una constatación, la de la sobriedad expresiva. Mario Pérez Antolín aborda la escritura poética desde un clasicismo contenido, de estirpe muy contemporánea.
Los poemas son, por lo general, breves, —sin excluir cuando el autor lo estima conveniente— el uso de la prosa. Su decir es un decir muy sobrio, que, al tiempo, está combinado con la claridad. Se destierra todo hermetismo, pues la elección del poeta —ya nos lo indica en la cita inicial de Blas de Otero, que, al aparecer al principio del libro, funciona como un lema— es situarse a ras del suelo ("en tierra") para hablar siempre de lo humano ("humanamente").
Y esta elección —dentro de ese debate, no tan estéril como pudiera parecer, entre claridad u oscuridad, en el decir poético— nos sitúa a Mario Pérez Antolín en lo que ha dado en llamarse la línea clara.
Pero, sobre todo, el decir lírico de Mario Pérez Antolín es un decir muy castellano, basado en la claridad, la sobriedad, la concisión, así como en una vibración muy limpia y nítida de la palabra.
Es un decir que no se anda por las ramas, que va siempre al grano, al meollo de la sustancia emotiva, de la que brota siempre el lirismo poético. Retóricas, las justas, parece estar diciéndonos el poeta a través de sus versos.
Y, aunque el poeta, en alguna ocasión, nos diga: "Dudo entre la sencillez o el amaneramiento", tal duda se soluciona siempre en su poesía hacia un costado: el de la sencillez, esa sencillez castellana, en la que la palabra, limpia y nítida, fulge siempre, con una musicalidad sobria y misteriosa al tiempo.
En el tiempo hechizado
Comencemos —podemos elegir para ello el orden que queramos, pues todo nos lleva al mismo dibujo, al mismo tejido poético— por ir estableciendo los hilos o las líneas que configuran el tejido o el dibujo de la lírica de Mario Pérez Antolín.
El autor abulense es un poeta del tiempo. La temporalidad se va trazando de un modo muy sutil en su poesía, tanto el tiempo lineal, como el tiempo cíclico (uno de sus poemas se titula, precisamente, "Las cuatro estaciones").
Pero, más allá de lo lineal y de lo cíclico, el poeta parece abordar el tiempo humano, el tiempo propio, desde otra perspectiva, más psíquica, más misteriosa. Es un tiempo casi metafísico, que va más allá de lo físico, que surge del centro del ser y que apunta siempre al misterio. Es lo que dice uno de sus versos: "el tiempo no cuenta ... sólo existe el hechizo". El hechizo, el misterio, la fascinación, como emblemas de ese otro tiempo que el poeta busca, en el que el poeta indaga.
En ocasiones, parecería este tiempo una reiteración continua y enigmática, de estirpe borgiana: "nacemos para morir y morimos para nacer / siempre igual / los imperios caen los tiranos caen y aparecen otros imperios y otros tiranos / siempre igual".
Y esta reiteración continua de la temporalidad parece constituir una suerte de obsesión del poeta, pues nos vuelve a decir: "Algo nos remite al tiempo de la gran explosión, / cuando el principio y el fin eran lo mismo: / La distancia más corta entre dos ángeles."
Y, aquí, hemos de hacer un breve inciso, para volver a aquello que apuntábamos: retóricas, las justas. Pero es que, dentro de esa sobriedad expresiva, en la poesía de Mario Pérez Antolín, late una suerte de secreta vida de las imágenes (tomo el hermoso sintagma del poeta portugués Al Berto). Las imágenes se esparcen por aquí y por allá y, en ocasiones, nos estallan con su fulgor, como en la que acabamos de citar, de concebir el principio y fin del tiempo como "La distancia más corta entre dos ángeles".
Voy a citar sólo una más, para poner al lector en la pista de su descubrimiento, pues es una de las bases en las que se asienta la belleza de esta poesía. Dentro de un intenso sentido cósmico que también late en esta poesía, el autor ve a los astros como lebreles ("los astros / serán como lebreles"), lo que implícitamente nos llevaría a ver los cielos como espacios cósmicos de una misteriosa cacería.
Muchas más cosas podríamos rastrear en torno al tiempo en esta poesía. Dejemos dicho también que está visto como un mercenario del destino y como organizador de cacerías, entre las mansas reses que somos todos nosotros ("El tiempo, ese mercenario / que recibe las órdenes del destino / y organiza cacerías selectivas / contra las mansas reses de los rebaños"). De ahí la sabia recomendación del poeta: "Haz como si no existiera", que es un modo de invitarnos al carpe diem, a vivir despreocupados de esa espada de Damocles, para que nuestra vida, la de todos, pueda tener algo de plenitud.
Universales del sentimiento
No hay poesía verdadera tampoco sin lo que Antonio Machado llamara los universales del sentimiento. Porque cada ser humano los recibe, los vive y los expresa a su modo, según las claves y coordenadas de su época.
Y esto le ocurre al poeta también. Está condenado a expresar esos universales del sentimiento, para que, a través de su decir lírico, resuenen en el alma de sus lectores, en ese corazón humano que palpita extendido (como Vicente Aleixandre dijera).
En la poesía de Mario Pérez Antolín, se pueden rastrear por aquí y por allá, esos universales del sentimiento. Ya hemos aludido al tiempo; pero también nos vamos a encontrar, con la vida, con el amor y con la muerte. Esos cuatro elementos que constituyen las patas de la mesa a la que estamos convidados, en la que nos sentamos todos (aunque no todos los asientos son iguales) para celebrar nuestro existir.
En la poesía de Mario Pérez Antolín, cuando se aborda el tema del amor, parece acentuarse en muchos momentos la materialidad del cuerpo, la corporalidad; nada de metafísicas, ni de idealismos, como ha hecho siempre en Occidente la poesía al hablar del amor (el petrarquismo, la poesía trovadoresca-provenzal). El cuerpo como presencia, como manifestación, como vehículo de la expresión y de la experiencia amorosa.
Pero hay también una gran delicadeza, que nos llega de la mano —otra vez lo dejamos apuntado— de las imágenes: "Quiero disipar tu misterio / con la caligrafía de mis dedos". Disipar el misterio, convocar la presencia de la amada.
Y, en otros momentos, es la tradición literaria de la albada o alborada la que se convoca y se utiliza para aludir a la realidad amorosa: "Y cobijado por esta oscuridad / me atrevo a besar tu cuello / hasta que me estremezca el nuevo día".
Pero el amor está atravesado, como todo lo humano, por la temporalidad. Ese sentimiento del tiempo (utilizamos el hermoso sintagma de Ungaretti) que invade todo lo humano, afecta también al amor. De ahí, por ejemplo, el título de uno de los poemas: "Eros y Cronos", para el que el poeta se sirve de una clave clásica greco-latina a la que después aludiremos.
Pero también ese dualismo amor y muerte no escapa al poeta. En un poema, justamente titulado así, "Poema de amor y muerte", el autor, con resonancias esproncedianas, nos indica: "Quisiera verte muerta / para amarte dos veces; / una ahora y otra después / de haber profanado tu sepulcro."
Porque la vida y la muerte van de la mano asimismo en no pocos momentos de la poesía de Mario Pérez Antolín. Otro dualismo universal, que puede aparecer en un "Epitafio" ("¿Ellos están tan muertos como yo / o yo tan vivo como ellos?"), o en una invitación hedonista a la vida ("Vive de espaldas al tiempo"), o en una alusión implícita a lo que es realidad o no lo es ("A ti te debo la vida / y según cuentas la muerte", se dice en "El autor y su personaje").
Habla el autor, en algún momento, del hecho de "presentir mi propia muerte". Rilke hablaba, en una de las intuiciones poéticas sobre la muerte más sobrecogedora de la poesía occidental, de madurar la muerte propia. Acaso por ahí, por esa vía rilkeana vaya el poeta.
Hay muchos más matices, en todo este tejido poético de los universales del sentimiento; un tejido que tampoco habrá de pasar desapercibido al lector.
El espacio como metáfora del ser
Advertimos en la poesía de Mario Pérez Antolín una decisiva presencia del espacio, una suerte de geografía del alma; no sólo el espacio propio, el espacio del origen, esa Ávila entrañada en el corazón y en la vivencia del poeta; sino también los espacios conocidos, aquéllos que, a fuerza de visitarlos y de amarlos, se hacen propios.
Y, en este sentido, hay una suerte de lo que podríamos llamar cosmopolitismo, tejido con varios hilos: las referencias metapoéticas, los elementos literarios y culturales, los lugares del mundo nombrados, las alusiones históricas y mitológicas... Toda una configuración del ser y del mundo, que surge y deriva del canto poético.
El espacio propio, el espacio abulense inspira, de un modo muy significativo, el decir del poeta. Está en no pocos de sus poemas. Por ejemplo, en la abulense calle de la vida y la muerte, donde la piedra es cómplice del tiempo.
Gredos, esa columna vertebral abulense, es radiografiado a través del vuelo del milano, de la vega, de la garganta umbría, de las peñas de cuarcita; para, en una deriva de estirpe simbolista, terminar hablándonos el poeta de la gran sima de su alma.
Pero ¿y los ríos de Ávila? No podía faltar el Tiétar, cuyo dialecto (qué imagen tan hermosa) acompaña al poeta, y del que caligrafía sus juncos o sus tolmos de granito.
Pero también están los otros espacios, las otras geografías asumidas, porque también pueden ser metáforas del ser. Y, así, en esta poesía, nos encontramos, por ejemplo, con un poema dedicado a Cuenca, u otro a la plaza mayor de Salamanca, para hablar de la simetría, del orden, de la atracción del centro..., y se nos ubica la escena en el mediodía, en el momento de la plenitud.
El clasicismo greco-latino como referente
Por los versos y poemas de la poesía reunida de Mario Pérez Antolín, desfilan motivos y claves de la cultura clásica greco-latina (Neptuno, Antinoo, Venus, Zeus, Palas Atenea, Egeo, epinicio, saturnales..., y tantos otros signos de la cultura y del mundo clásicos), que le sirven al poeta como hilos, al tiempo que para expresar su mundo propio, también para conectar con el lector que ha de descifrar lo escrito y hacerlo suyo. Porque no hay poesía que como tal pueda llamarse, si la palabra creada no vibra en el corazón y en el alma de quien la recibe, ya sea el lector o el oyente.
Pero, ¿qué nos está expresando el poeta a través de esta clave clásica? Aparece, por ejemplo, la temporalidad (vivimos "en un tiempo de silencio y oleaje"), que nos lleva siempre a la derrota y a la caída ("Hoy, has sido tú el que has caído", se nos indica en el poema "Zeus senil"); el amor, visto como "voluptuosa tormenta / en los confines del placer sagrado" y también la muerte, con el amor vinculada ("Ya no me atrevo ni a tocarte la carne enamorada / de tanta palidez como despide").
En definitiva, Mario Pérez Antolín se sirve del sustrato clásico greco-latino, como motivo en no pocos de sus poemas, para hablarnos de los universales del sentimiento, que, para un poeta como Antonio Machado, son los temas eternos de la poesía, puesto que acompañan siempre el existir de todos los seres humanos.
Pronuncio la palabra / y no me reconozco. Hacia una poética
Tenía que haber, y, de hecho, la hay, en una poesía tan consciente y elaborada como la de Mario Pérez Antolín, una suerte de poética, de reflexión en torno a la poesía, en torno al hecho lírico de crear.
Y esta suerte de poética, o de metapoesía, tiene, en algún momento, derivas muy contemporáneas, como aquélla de la imposibilidad del decir, atravesada por un cierto platonismo, pues el poeta, en algún momento, como ocurre en el poema justamente titulado "Poética", nos habla de "estos versos que torpemente yo transcribo". La poesía —aquí, Platón— pertenecería al mundo del ideal; el poeta, al estar en la realidad, sólo transcribe aquel ideal con torpeza. En la rima primera de Bécquer también nos encontramos esta clave.
Pero también nos habla el poeta de la extrañeza que el decir poético produce, le produce. Así, en "Salmodia", se nos dice de un modo muy expresivo: "Pronuncio la palabra / y no me reconozco, / después de tanta espera / me falta poseerla."
Hay, en estos versos, un concepto importante, el de la espera. Sobre esta poética de la espera, ha escrito páginas muy hermosas José Ángel Valente. El poeta, para que la palabra poética acceda hasta su interior, ha de estar a la espera, de ahí que haya de estar preparado, a la escucha. De ese estar a la espera, de ese estar a la escucha, es de lo que, implícitamente, están hablando esos versos de Mario Pérez Antolín, aunque también de la extrañeza y de la imposibilidad de que la palabra poética esté siempre con nosotros.
Pero, en el poema "Panteísta" ("Dios se me ha manifestado / de innumerables maneras"), el autor nos da otra clave importante sobre la palabra poética: "la palabra exige / una vasta formación hermenéutica / que no está al alcance / de mis posibilidades".
La hermenéutica, la interpretación textual, nos lleva al conocimiento, al hecho de desvelar los signos y sus significados; pero el poeta escribe por tanteos, por intuiciones, por impulsos anímicos, en una suerte de saber no sabiendo, pues desvela e ilumina la realidad.
Y, en el caso de un poeta tan consciente como Mario Pérez Antolín, esto funciona —no hay más que leer sus poemas— a la perfección.
En todo caso, hay una serie de elementos en esta constelación metapoética del autor abulense que son muy significativos y que se encuentran en algunas de las tradiciones centrales de la poesía contemporánea occidental: la imposibilidad e insuficiencia del decir, la extrañeza que la lengua poética provoca, la espera, el crear por tanteos... y otros por el estilo.
Tejido culturalista
Acaso la imagen de caleidoscopio o de constelación que hemos aplicado a la poesía de Mario Pérez Antolín se deba, sobre todo, a ese tejido culturalista que toda ella rezuma.
Aparecen de continuo signos, códigos, elementos, guiños... que proceden del mundo de la cultura. Y es otro de los rasgos que definen a toda la poesía contemporánea occidental, el aprovechar todo ese rico y complejo tejido de la cultura, para elevar el canto.
Aquí, en esta poesía, nos encontramos desde homenajes y referencias literarias (Pessoa, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Robert Graves, Margarita Yourcenar, Voltaire y tantos otros); hasta alusiones filosóficas; hasta referencias al mundo del cine, al jazz, a la historia, a la mitología, a la religión, a la política, a la biología, a la física (el cosmos y lo cósmico tienen una gran importancia en esta poesía)... y todo para configurar ese universo que el ser humano ha ido configurando a lo largo del tiempo, entendido como tejido y como sentido, también como morada del ser, donde todos podemos reconocernos y sentirnos en nuestra casa.
Es un tejido culturalista que no está de más, puesto que el poeta lo utiliza para hablar de sí mismo, de su modo de estar en el mundo, de su manera de pensar y de sentir. Y lo utiliza también para hacer partícipe al lector, a los lectores, de un patrimonio y de una herencia tan rica y tan compleja que, como seres humanos, hemos recibido, al tiempo que tenemos la responsabilidad de preservarlo, ampliarlo y transmitirlo.
Esta clave tiene una gran importancia en la poesía de Mario Pérez Antolín, pues se configura como una suerte de cartografía tanto de la memoria, como del sentimiento. Y, a través de tal cartografía, el poeta nos va desgranando sus inquietudes, obsesiones, motivos y elementos de su decir, en definitiva, su mundo propio, con todas sus irisaciones y ramificaciones.
Una raigambre existencial
Porque, al fin y al cabo, lo que rezuma por todos los poros de la poesía de Mario Pérez Antolín es un fuerte olor a existencia. Hay en ella una raigambre existencial, ya sea cuando el poeta habla desde su propia voz, o cuando asume otras voces para hablar del ser y del mundo.
Una raigambre existencial como la que podemos advertir en César Vallejo, en Blas de Otero y en otros poetas que parten del existir para articular su canto. Pero es una raigambre existencial con sus propias claves.
"El que no sufre nunca, nunca puede ser dichoso; / el que no odia nunca, nunca puede amar; / para nacer, previamente hay que haber muerto; / y no podemos morir sin haber nacido"... El poeta, a través de estos dualismos, nos traza una suerte de puntos cardinales del existir, mediante universales de los que todos tenemos experiencia.
Porque ésa es la misión del poeta: cantar, pronunciar, decir... esos universales de los que todos tenemos experiencia, para que su palabra nos conmueva, nos consuele y contribuya a configurar el sentido que necesitamos en nuestra travesía por el mundo.
No hay verdadero existir sin experiencia del alma. Y el poeta nos dice, en "Lámpara votiva": "Tengo en carne viva el alma", para hablarnos de esa llama (símbolo también sanjuanista, de un poeta de la tierra) de la vida del espíritu que ha de latir en toda existencia. Y, en otro guiño para aludir a la inmortal mística y escritora abulense, Teresa de Jesús, vemos, en el mismo poema, surgir a la polilla en torno de la luz.
Pero el existir aparece encarnado en los seres concretos, en los seres próximos: en los que nos dan la vida —la figura del padre, que está visto como un Zeus senil—, o a los que damos vida —la figura del hijo, al que se nos muestra en una imagen paradisiaca: atrapando lagartijas en el jardín—. Es la infancia del hijo; pero hay también una alusión a la infancia como patria del hombre (aquí, Rilke), en poemas como "Juegos infantiles", "Educación primaria", o "El día de Reyes", entre otros.
Jardín existencial, la poesía de Mario Pérez Antolín. Jardín al que se nos invita, a recorrer ese bosque de las palabras y de los versos, para que en él nos reconozcamos. Y, en la medida en que transitamos por las sílabas de esta reunión poética de Mario Pérez Antolín, le damos carta de existencia, carta de naturaleza. Porque toda poesía —para llegar a ser— necesita un creador (el autor, el poeta) y un recreador (el lector).
Nuestra aventura, al transitar por los vericuetos de este jardín de sílabas, de este jardín encantado y fascinado por las palabras, será hermosa. Merece la pena recorrerlo.