EL ERMITAÑO PARTICIPA EN UNA PARRANDA CASI SIN PROPONÉRSELO
Cuando el día se acorta y el frío se siente, dan ganas, por un lado, de refugiarse dentro del hogar y, por el otro, de alargar los paseos para aprovechar lo poco que va quedando de solecito antes de que llegue el crudo invierno con sus ventiscas y sus nevadas. En esa disyuntiva me encontraba yo, alternando escapadas cada vez más cortas por los alrededores con recogimientos bajo techo cada vez más largos. La vegetación, que aún luce un follaje exuberante, parece como si, de forma progresiva, se fuera preparando para lo inevitable. Algunos pequeños cambios comienzan a notarse, que no pasan desapercibidos a poca experiencia que uno tenga en la observación de los fenómenos de la naturaleza: hojas que van perdiendo la frescura y el verdor, cielos paulatinamente más encapotados y grises, ríos que centímetro a centímetro van subiendo el nivel de su caudal y, sobre todo, un silencio que se impone a medida que se interrumpen los múltiples sonidos estivales.
Aproveché una de estas postreras salidas durante una tarde aún luminosa y templada para comprar algunas provisiones en una tienducha, que también hacía las veces de taberna siempre que no se fuera demasiado selecto en el tipo de licor consumido. En los anaqueles combados, se agolpaban toda suerte de productos sin ningún tipo de orden: desde los más necesarios, como velas, jabones o palillos, hasta los más extraños, como ojos de cristal, lentejuelas o pájaros disecados. El tendero-camarero no se deshizo conmigo en atenciones. Se conoce que debí de importunarlo justo cuando se disponía a echar un trago con tres clientes, que en el extremo del mostrador cantaban, desafinando, alguna tonada bastante subida de tono a la vista del jolgorio que se traían entre manos. No pude por menos que desviar mi mirada y prestar atención al grupo que, con tanta efusión, se divertía. Al parecer, o bien yo me detuve más de lo que la prudencia recomienda o bien ellos me echaron la red con el comprensible propósito de aumentar los miembros de la parranda; comoquiera que fuera la cosa, lo cierto es que al rato me estaban invitando a un vino igual que si me conocieran de toda la vida.
Describo seguidamente, y a grandes rasgos, a mis tres acompañantes de francachela: Lorenzo, el más joven, no dejaba pasar una sin remachar con alguna agudeza. Había hecho del ingenio mordaz su razón de ser, y sus pullas envenenadas causaban estragos entre los juerguistas de la zona. Su delgadez extrema y su mirada penetrante eran señales claras de un temperamento bilioso y decidido. Miguel, que aún no llegaba a viejo, pero que no podía disimular sus muchos achaques y quebrantos, además de tener fama de borrachín y pendenciero, contaba con otro rasgo que lo convertía en alguien fuera de lo común: se alzó por quinto año consecutivo con el galardón al mejor poeta aficionado de la mancomunidad. Su físico, bajo y regordete, no casaba demasiado bien, que digamos, con su vena lírica. Genaro, el típico hombre de edad indefinida y de facciones imprecisas, tenía familia numerosa y trabajaba desde hacía casi diez años como guardés de una finca dedicada por completo a la crianza del toro de lidia. Aunque nada en él se saliera de lo común, su apostura cabal lo convertía en alguien siempre digno de confianza y merecedor de respeto, incluso cuando se despendolaba, cosa habitual a finales de mes, después de recibir el jornal.
¿Por qué finalmente me dejé arrastrar por esa pandilla de crápulas? Cierto es que al principio puse alguna resistencia y alegué varias excusas para no adherirme a semejante trío, pero su insistencia y mi falta de convicción dejaron pronto de manifiesto que iba a formar parte, como un integrante más, de esa jarana improvisada. Tan pronto como terminamos nuestros tintos, salimos sin rumbo fijo alborotando con nuestras risotadas y confirmando nuestra camaradería con abrazos y empujones cariñosos. Al poco, por un quítame allá esas pajas, Genaro y Lorenzo se enzarzaron en una riña que, de no ser por mi oportuna intervención, seguro que habría ido a mayores. Todo comenzó porque, según pude comprender, los dos deseaban visitar a una mujer que con ambos tenía trato carnal. De las injurias pasaron a los golpes y terminaron rodando por el suelo como esas culebras que se entrelazan formando un único cuerpo indistinguible. Al perder las fuerzas, su ira cesó, derivando el inicial recelo, gracias a algunos chistes de mi cosecha, en nuevas muestras de complicidad masculina encaminadas a desprestigiar al sexo contrario.
Una vez que se hubieron apaciguado los ánimos, decidimos de mutuo acuerdo visitar la bodega de un pariente de Miguel, lugar conocido entre la gente disoluta por las buenas timbas nocturnas y por un aguardiente destilado con el máximo mimo. De camino nos desviamos un poco de nuestra ruta para arramplar con todos los pollos que se dejasen echar el lazo y así tener con qué aliviar nuestra hambre. Esta tarea, incluso para personas duchas en la materia, no deja de tener sus riesgos, porque los perros vigilantes, que están a la que salta, tienen un oído tan fino que el menor ruido los pone en guardia y en disposición de ataque. Por mucho que lo intentamos, no fue posible sustraer nada con lo que preparar la cena. La frustración, más que la gazuza, podría explicar, que no justificar, lo sucedido después. Lorenzo, según pasaba por delante de las cuadras del Romeral, se acercó a una de las puertas y, a patadas, hizo que cediera el cerrojo. Solo necesitó, a continuación, dar algunos gritos para que un rebaño completo se desperdigara sin control ninguno por las eras aledañas. Los cuatro, casi a la vez, salimos corriendo como unos chiquillos pendencieros que saben que la han liado muy gorda, lo cual no impide que siga su diversión. Gracias a nuestra fuga veloz, conseguimos llegar al destino antes de tiempo; circunstancia que nos permitió asistir a los preparativos con los que el bodeguero componía lo necesario para la farra nocturna.
El espacio era frío, oscuro, sucio y alargado. Una prensa de vino ocupaba uno de los lados, en el otro se superponían las barricas. Las paredes, que rezumaban humedad, no estaban enjalbegadas o enlucidas, y eso confería al lugar un cierto primitivismo. La clientela, habituales que no precisaban de mucho protocolo para acomodarse, rápido cogía un vaso de caña y trasegaba, buche tras buche, el orujo hasta vaciar toda una fila de botellas de litro. Nosotros, en este delicioso cometido, no nos quedamos a la zaga, y al cabo de un rato casi no conocíamos ni a nuestra madre, debido al efecto que el alcohol produjo en la sesera de cada uno. La cosa, como era de prever, degeneró pronto en tumulto y algarada, ya que uno dice lo que no debe y hace lo que no conviene cuando está desinhibido por la bebida. Según ya señalé, en este lugar también se jugaba a las cartas y, aunque nadie perdía grandes cantidades de dinero, los participantes, salvo llamar a la justicia, todo practicaban para salirse con la suya, incluidas trampas, señas falsas y demás marrullerías. Hubo un vejete que, después de echar varias manos, no pudo hacer frente a las deudas porque estaba tieso, razón por la cual sus compañeros de partida decidieron desnudarlo y sumergirlo en una tina de vino como escarmiento. Justo durante ese bautizo báquico, se alcanzó el clímax del esperpento y, a partir de ahí, las bajas pasiones se fueron desatando. Yo, que aún conservaba algo de lucidez, conseguí arrastrar a mis amigos de parranda hacia la puerta antes de que la situación se pusiera fea y nos viéramos envueltos en algún percance de consecuencias imprevisibles.
Nos fuimos de allí dando tumbos y lanzando improperios contra lo divino y contra lo humano: que si las comadres del pueblo eran unas cotorras, que si el cura de la parroquia era un bujarrón envidioso, que si el agua del manantial sabía a mierda…, que si esto y que si lo otro; todo un cúmulo de barbaridades dichas sin otro objeto que contribuir a nuestro descaro y desahogo. En esas estábamos cuando apareció ante nosotros un obstáculo imprevisto, fácil de sortear, salvo para una cuadrilla de beodos en horas bajas. Se trataba de un almiar repleto hasta lo más alto del poste. Antes siquiera de que yo llegase a sugerir un alto en el camino para que durmiéramos un rato sobre tan blando mullido, Lorenzo ya había propuesto una idea diabólica y temeraria: consistía en adelantar unos meses la hoguera de San Juan, quemando ese montón de paja. De nada sirvieron mis llamamientos a la cordura, porque, en menos que canta un gallo, las llamas comenzaron a iluminar la noche estrellada. Ignoro si fue por un sentimiento de alerta ante el peligro o por una subida brusca de adrenalina, pero los cuatro recuperamos nuestra estabilidad al momento y salimos corriendo, por direcciones distintas, como perros con botes atados al rabo. No volví a ver en mucho tiempo a los otros parranderos, lo cual era señal inequívoca de que nuestras diabluras habían dado que hablar y de que quizá tuvieran consecuencias punibles en el futuro. Quién sabe.