Mario Pérez Antolín

Mario Pérez Antolín

Fragmento de Cada vez que muero

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  • ODA SINFÓNICA


    La madera contra la madera, si está verde, suena a estremecimiento de parturienta en una habitación vacía y, si está seca, suena a choque de carneros que retumba por la red de alcantarillado de los cuentos de hadas. Así comienza esta composición que no precisa músicos ni director ni público, porque surge de lo silente.

    Gutural in crescendo con ondulaciones de timbre y bocina que acaban en un cacareo deforme para destacar la comicidad de la pieza. Si uno se concentra lo suficiente, se dará cuenta de que en las romerías, después de empinar el codo, los viejos entrañables cantan algo parecido, salvo que en mi oda sinfónica, al que desafina, se le corta la lengua con la cuerda de un violín.

    Igual que hay fugas y pastorales en los cónclaves de los obispos glotones y sibaritas, igual que encandila la soprano cuando un millón de mariposas revolotean por su caja de resonancia, de la misma forma un coro de delfines transparentes entona el preludio de la consagración de la tristeza durante los primeros compases de mi algarabía concertante.

    Nadie se sienta intimidado por la orquestación profusa y álgida. Una vez que lleguen los sones a lo más alto de la vibración, una especie de remanso irá imponiendo su terquedad; de tal forma que, igual que se fueron sumando antes, uno a uno, los distintos instrumentos hasta formar un tutti, ahora, y por el mismo orden de incorporación, interrumpirán su trino, como la rosa que pierde los pétalos para formar una casi-no-melodía.

    Tal grado de tranquilidad, donde se esfuma cualquier fricción del arco o cualquier soplo por la caña, se asemeja al zumbido que experimentan aquellos a quienes los bombardeos reventaron los tímpanos y ensordecieron el corazón. Algo así como un fondo marino afónico y quieto.

    De semejante adagio solo se puede salir en la medida en que una pareja de enamorados comience a agonizar de pura confianza. Su canto alejará a las arpías y a los confidentes de la estridencia, de forma que algo cercano a una rapsodia superponga los trozos torcidos que significaron algo, alguna vez, en algún lugar. Tal vez rencor, tal vez furia, tal vez armonía. Nunca escasez de entonación.

    Afortunados los que con una simple guitarra son capaces de cambiar el eje de rotación de la Tierra. Ellos no olvidan que la creación dio comienzo con una mota de polvo debidamente afinada, de la cual se fueron desprendiendo gases que explosionan, lunas que bailan, niños que berrean, flautas que improvisan, cascadas que suplican... Los personajes pendencieros de una ópera bufa que comienza con una obertura trepidante y acaba con una apoteosis en la que el tenor y la soprano lucen sus cualidades vocales.

    Mediante este caos premeditado de diferentes formas de llamar la atención, con ausencia de ruidos molestos o con multitud de sonidos melódicos, arranca el segundo movimiento sin que nadie se percate de que el mejor cuarteto de cuerda es el continuo vaivén de las olas frotando la curvilínea sensualidad de la playa. Ni siquiera hace falta que un contrapunto de vendavales y de llanto alargue el tema, que, poco a poco, languidece.

    Si cupiera dentro de mi oído interno la contraofensiva de la banda de música que anima con sus marchas militares a los renegados que sufren las consecuencias del pavor, algo muy distinto al simple acompañamiento reclamaría la atención de los soberanos ilustrados que daban cobijo en sus cortes a multitud de compositores impertinentes mientras la mayor parte de sus súbditos, a duras penas, conseguían alimentar a sus cerdos con mondas de patatas y tronchos de berzas podridas.

    Nadie espere, a estas alturas del proceso creativo, sutilezas ni virguerías. Me decanto por las líneas puras que llenan el espacio con lo primordial: el parloteo de las tertulias en los cafés anticuados, las variaciones sobre el modo en que se comunican las marsopas y el soniquete de los ángeles cuando golpean con sus alas la inconsciencia de los benditos. Mediante estos acordes, me propongo crear tal serenidad que hasta los poseídos por la envidia querrán expulsar la rata que los muerde.

    Pero este recogimiento, parecido a la insonorización de los sarcófagos, comienza a romperse sin motivo aparente. Está próximo un motín de presos que reclama a gritos colchones más blandos y patios más grandes. Lo que empezó como una charanga desordenada, a fuerza de distintas combinaciones y concordancias, se ha convertido en un bello susurro que, poco a poco, aumenta su intensidad hasta alcanzar el nivel idóneo para que se apareen los gatos y se encolericen los críticos por no respetar la tradición musical.

    Justo en este momento se repite el leitmotiv que introduce una cadencia nueva, más apropiada seguramente en una marcha fúnebre o en una misa de difuntos, aunque con un cierto tono amoroso durante el final de cada frase que invita a ciertas evocaciones poéticas no muy distintas a las que debían disfrutar los habitantes de Lesbos cuando un navío, cargado de aceite, naufragaba en sus costas y los supervivientes eran recompensados con un ritual repleto de erotismo y ternura.

    Las maderas y los metales dialogan durante una larga sucesión de tiempos y contratiempos con la meticulosidad de un soplador de vidrio que desaparece dentro de una escala de notas unidas como los trozos de una cerámica prehistórica encerrada dentro de la vitrina de un museo provincial que nadie visita. El percusionista lanza la baqueta contra la membrana del timbal para aplastar una mosca insolente y consigue sin proponérselo un redoble apoteósico con el que termina el movimiento.

    ¿Merece la pena apostarlo todo a que nadie conseguirá imitar la sonrisa del fauno cuando las olas golpean las copas de cristal y los rociones salpican los manteles de algodón? ¿Habrá alguien tan ingenuo que considere posible emular la reverberación del ronquido de un ogro dentro de una mina de carbón abandonada? Tales intentos demuestran la obstinación de los estilistas, pero resultan inútiles porque si hay algo irrepetible es el acústico embeleso de una imaginación que escucha.

    La tensión se llega a acumular de tal manera que hace falta un interludio colorista y humorístico con el que aligerar el peso de lo tremendo. Entre el lirismo y el dramatismo, se interpone una forma brillante y liviana con reminiscencias del folklore de los agitadores de masas en el carnaval grotesco que comienza antes de que la mascarada salga armando bulla. Esta música adopta temas infantiles capaces de entretener a una reunión de académicos con levitas y monóculos.

    Justo en lo que se tarda en incinerar un bloque de hielo sobre una semicorchea hincada de rodillas, el acompañamiento de las voces infantiles vuelve a cobrar el protagonismo que está reservado a los infelices que rivalizan por alcanzar la nota más aguda. En determinadas ocasiones, el conjunto adquiere la grandiosidad de los dramas históricos, salvo que aquí la trompetería es sustituida por mil caracolas que difunden su clamor a través de la oscuridad que envuelve nuestros oídos.

    Pierde empuje, y no por falta de ganas, sino por alargamiento de los motivos musicales; se desmaya, y no por disminución del brío, sino por estiramiento de lo que se expresa. Como si nunca se fuera a acabar y se estuviera acabando a cada paso; como si quedara muy poco para la conclusión, aunque esta se retrase indefinidamente. Mediante un suspiro agónico y perturbador, termina esta sinfonía imposible.

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