Mario Pérez Antolín

Mario Pérez Antolín

Fragmento de La serenidad por fin

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  • Que me quieran los íntimos, que me estimen los allegados y que no me incordien los demás: a esto se reduce la socialización.

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    En la naturaleza nada desentona, ni siquiera la catástrofe natural.

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    Cada cual, con su pesar: el docto, con los límites del conocimiento; el santo, con los instintos pecaminosos; el líder, con la ambición desmedida; y quien más quien menos, con la incomodidad que le produce, habitualmente, su propio ser.

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    Yo arranco la puerta de su quicio y tú arrancas la muela de mi encía. Yo contagio las enfermedades venéreas del firmamento y tú lavas el pelo sudoroso a las vendedoras ambulantes. No te asuste compartir conmigo la inclinación de los tabiques o el inodoro terriblemente aséptico. Déjate llevar por esta confianza que nos arrastra hacia la coloratura de la calandria antes de aparearse con el cincel que sobresale entre las rosas impuras.

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    Nadie escapa a la disyuntiva de cortar el cable azul o el rojo de su bomba particular. Está alojada dentro de nosotros y tiene el cronómetro en marcha. Ningún artificiero puede manipularla. Que no cunda el pánico. Si estalla, el alcance de la onda expansiva difícilmente traspasará la conciencia de cada cual.

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    Sigo esperándola como un coracero de latón penetrable. Me encuentro a su servicio desde antes de que el ictus adoptara la forma de una salamandra inquieta. Cuando llegue, acataré sus órdenes y aceptaré sus deseos. No me importa que me tilden de servil o sumiso. Ella se merece algo más que los flashes de hielo durante su paseo por la alfombra roja. Ella se merece el respeto de un hombre indómito, capaz de enhebrar planetas para imprimir en 3D los collares que la adornen. Una mirada suya, si tiene el voltaje de las tormentas, es pago suficiente con el que satisfacer mi apetencia.

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    Es muy poco probable que una moneda caiga de canto y que se mantenga en esa posición. Los apostadores prefieren jugárselo a cara o cruz. Yo contemplo la posibilidad de que la moneda suba y no baje, atrapada, al vuelo, por un ángel caprichoso.

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    Considero de escaso valor al que hace el bien porque no tiene otro remedio. Lo auténticamente excelso es hacer el bien cuando se tiene la capacidad de hacer el mal.

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    Descortezar un árbol como quitar una capa de pintura a una pared ruinosa. La desnudez de los presos en las duchas antes de recibir sus uniformes. La desnudez de los rasurados antes de una intervención quirúrgica. La desnudez de los cangrejos antes de ser cocidos con su propia pasividad. Nada que me cubra, nada que me abrigue. La sola consistencia de lo imborrable.

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    El aire se comunica con el aire a través de un orificio tubular como el que queda dentro de las olas cuando rompen en los arenales de tus párpados. Allí desaparecen las dimensiones y los volúmenes, allí sobran los números y los ángulos. Uno entra completo y sale pulverizado.

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    La fragilidad de un golpe en la sien, justo donde los huesos se deshuesan y los comienzos se desmoronan. Por debajo de la manta que esconde subsaharianos en peligro, alguien ha derramado gasóleo para que un escorpión insemine los nubarrones. No vuelvas a dejar tu simpatía dentro del molinillo de café, porque allí se tritura el cuarzo hasta obtener partículas subatómicas de pureza. La comezón de un incauto antes era indicadora de abstinencia, pero, en estos tiempos, no pasa de ser algo meramente simbólico, como las rebañaduras de sangre seca.

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    Las manos callosas del granjero, que cuida su plantío, también son capaces de quitar, con suavidad, el sujetador a la mujer amada. El heno, durante la siega, satura el olfato de las bestias tranquilas. Nadie me ha dejado hoy adivinar cuándo llegarán las lluvias. Parece como si los bancales no quisieran retener una tierra hace tiempo empobrecida. De seguir así, ni de la mies conseguiremos algo más que pudrición ni de la viña, algo más que acidez.

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    El gran problema es que estamos hechos para morir, pero no para saber cuándo morir. La temporalidad y la mortalidad producen, al juntarse, una conmoción sobrehumana dentro de un intelecto sencillamente humano.

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    Si eres de los que riegan las flores de plástico y no te importa tampoco endulzar con azúcar el zumo de naranja; si planificas con antelación los viajes organizados y vuelves a cerrar con el mando a distancia, para cerciorarte, el coche que ya estaba cerrado, quizá también conserves la vida cuando tu vida ya sobre.

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    Igual que hay conchas sin molusco, que no dejan, por ello, de recibir el agua del mar, también hay cuerpos sin persona, que no dejan, por ello, de recibir los estímulos de una vida estéril.

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    No hace falta explosionar una bomba atómica para destruir el mundo. Basta con que la rueda del tractor aplaste una nidada de perdiz roja mientras el calor del cereal transmite consuelo a los huevos recién puestos o con que un salmón, presto a desovar, remonte un río hasta una barrera infranqueable, con eso basta. El daño a la ternura es más demoledor que la fisión del átomo.

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    Estos peces que se han acostumbrado a vivir entre edificios y a soportar el ruido del tráfico quizá no sepan que hay un lugar donde el agua es algo más que un líquido traslúcido. Allí, por la noche, solo existe un foco gigante en el cielo, que no pertenece a ningún vehículo atronador; allí solo espejean, en la superficie del río, los rayos del sol y no la grasa iridiscente de los motores.

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    Me da miedo palparme, no sea que no encuentre la cabeza, que debería estar en su sitio, ni los glúteos, que también deberían estar en su ubicación exacta. Incluso me asusta rozarme con mi amada por si nota que carezco de dedos, que tan feliz le hacían, o de labios, que la besaban con aturdimiento. Temo ahora la desposesión del cuerpo como antes temí su envejecimiento rencoroso.

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    No es verdad que a esta escultura solo le falte un alma para convertirse en persona. Precisa únicamente piel para que tal mutación suceda. Una piel donde tatuar los grafismos de las pandillas callejeras, una piel que suda mientras el trabajo continúa, una piel que se desgarra y después cicatriza. Entre la oquedad que llevamos dentro y la oquedad que se agranda fuera, una fina capa de transparencia interpone su finura endeble.

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    El mejor antídoto contra el veneno de fanatizar es la costumbre de ironizar. El tono burlón demuele, mejor que cualquier otra réplica, la monomanía desaforada del intransigente.

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    Igual que hay algunos objetos que después de fabricarse y comprarse nunca son utilizados por sus propietarios, y descansan aburridos en cualquier altillo, también hay personas que se entrenan, con verdadera entrega, para el amor y jamás practican lo que aprendieron en tantos libros y películas. Ellas conservan, dentro de su plena insatisfacción, el más puro y calamitoso deslumbramiento.

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    Entre su carrillo y su almohada, siempre ponía las dos manos mientras estaba dormido. En esa postura, los sueños eran felices porque las imágenes de la infancia consiguen desactivar, in extremis, lo terrible. Pero si compartía la cama con ella, entonces esas mismas manos descansaban plácidas en la espalda de su amante para así palpar el tranquilo bienestar que los iba envolviendo. Mejor no pensar, de momento, que terminaría todo cuando reposaran cruzadas sobre su pecho.

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    La búsqueda de refugio nos condiciona: del seno materno al amparo familiar, del sistema de protección social a la residencia de ancianos, del grupo de amigos a la trinchera. El caso es sentirnos a resguardo de las adversidades en un cobijo ilimitado. De una u otra forma, nunca dejamos de guarecernos en la caverna.

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    Sestear bajo un árbol y echar hojas como él. Como él, llenarme de insectos que hagan cosquillas. Sestear bajo un árbol para que él salga andando y yo me enraíce.

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    Habría que inventar un lenguaje para las sacudidas extremas, suficientemente alentador y curativo. Capaz de amortiguar los golpes de la vida. Si no, cómo decirle a un padre que se murió su hijo o cómo decirle a un enamorado que ya no lo desean. Ninguno de los lenguajes conocidos puede expresar con fineza la desgarradora sensación de la hecatombe sin hacer daño.

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    En poesía, huir del tremendismo (un poema no es mejor porque grite) y del esencialismo (un poema no es mejor porque susurre). En poesía, hablar siempre a media voz.

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    Un cielo más plomizo por su peso que por su color. Tan bajo que aprisiona lo interpuesto como la hoja central de un libro de mil páginas. Un cielo que al mirarlo produce jaqueca porque se te viene encima. Da la sensación de que estuviéramos en el fondo de un inmenso océano invertido. Espero que mañana la levedad invisible vuelva a recubrir nuestra carne doliente.

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    Durante los últimos tiempos, asistimos a la generalización de una vida biológicamente alargada junto con una vida existencialmente estancada. Nuestras expectativas vitales son las mismas que en siglos anteriores aunque ahora muchos lleguen incluso a los noventa años. No tardando, habrá que plantearse volver a nacer, desde el punto de vista biográfico, cuando lleguemos a la cincuentena. De lo contrario, el aburrimiento y la vacuidad llegarán a convertirse en la plaga del futuro.

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    La muerte desencadena variados pensamientos. Pocas cosas hay tan reflexivas como la extinción propia. Suponer el fin nos abisma. Intentamos reemplazar nuestra caducidad cierta con ideas eternas inciertas.

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    No recordamos nacer y nos obsesiona morir. Olvidamos nuestra llegada al mundo y tenemos siempre presente nuestra salida del mundo. Un alumbramiento borrado junto a un apagamiento imborrable.

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    La poesía me parece auténticamente democrática: hasta los poetas menores pueden escribir, de vez en cuando, poemas redondos. No conviene excluir a nadie porque el genio poético es caprichoso y, de tanto en tanto, inspira obras logradísimas a vates malogrados.

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    Cuando te esfuerzas por mantenerlo, el amor se acaba inevitablemente.

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    Cuesta sentirse cómoda junto a él. Si consigue estrecharme, estoy como dentro de una bañera vacía: en contacto con la dureza gélida de la porcelana y sin la envoltura acogedora del agua.

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    Muchas mujeres solo comprenden a sus maridos cuando están en brazos de sus amantes.

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    El hombre es frágil pero irrompible. Revienta sin hacerse pedazos.

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    Te adoré y después te abandoné. Se pasa volando del suspiro al bostezo.

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    Nunca me decidí a besarte en tu mancha de nacimiento. Sobre las otras partes de tu cuerpo posé mis labios sin reparo. Pero, allí donde la quemadura de los ancestros reclama su linaje, no me arriesgué a quemarte de nuevo con la saliva enamorada de mi boca ardiente.

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    La vida consiste, mayormente, en torpes intentos de parar desdichas imparables y en inútiles tentativas de alcanzar deleites inalcanzables.

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    Nadie se vuelve loco cuando ama porque ya era loco cuando quería amar.

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    Un buen cuadro debe contener, además del talento pictórico del artista, el desorden de su estudio, las manchas de pintura de sus manos, el humo de sus cigarros, los bloqueos de su imaginación y hasta el cálculo comercial de su codicia.

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    Lo tiene todo: salud, riqueza, sabiduría… Y, además, el muy ansioso aspira a la felicidad.

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    La justificación del hiperactivo: ya me tumbaré en la tumba para siempre.

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    La estatua del poeta que pocos recuerdan está en una recóndita plazuela del parque. Allí donde las parejas neófitas ensayan sus primeros besos concupiscentes. La placa conmemorativa hace tiempo que desapareció, por eso los pocos curiosos que se acercan para conocer la identidad del literato quedan completamente insatisfechos. Durante las nevadas del invierno, más parece un buhonero buscando refugio que un escritor digno de reconocimiento. Lo curioso del caso es que pocos saben que compuso un poema en el que se mofa de los poetas que, después de muertos, permanecen cosificados en el estéril bronce de una estatua inservible.

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    El cielo se vuelve pesado como el vidrio y el sonido se vuelve hiriente como las uñas sin cortar. Éramos niños cuando alguien dijo que terminaríamos viviendo juntos. Míranos ahora: yo aliso tu cabellera entrecana para que tú me dejes llegar tarde los días de borrachera. Podría haber sido peor: imagínate que a la soledad tuya hubieran superpuesto la soledad mía.

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    Por fin consigo que conozcas mi casa después de mucho charlar por teléfono y de chatear, largo y tendido, en las redes sociales. La timidez irá desapareciendo a medida que el whisky haga su efecto. Yo hubiera querido llevarte ya a mi dormitorio, pero tú insistes en alargar el preámbulo con la tontería de la quiromancia. Te dejo mi mano y rápido empiezas la adivinación. Aciertas en todo, menos en que con esta misma mano, así que pasen tres minutos, pienso estrangularte porque para eso quiso el destino que vinieras aquí.

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    Si algo tiene el sexo de liberador es su capacidad de ruptura de las jerarquías sociales. Practicándolo, el subalterno puede transformarse en un dominante y el jefe en un sumiso. Durante un rato, se consigue invertir los papeles del orden establecido sin mayores consecuencias desestabilizadoras. En la sexualidad, como en el carnaval, todo vale, pero dura muy poco. Cuando termina, cada uno a su puesto y aquí paz y después gloria.

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    Los muertos nos cuidan. Lo que pasa es que pocos saben descifrar su críptico lenguaje. Ellos vacían de tinta nuestra pluma, por ejemplo, para que no firmemos esa hipoteca que nos traerá la ruina, o nos hacen soñar con una tormenta para que no cojamos ese barco que se hundirá cerca de la costa. Aunque casi nadie se percata de sus signos, ellos mantienen las advertencias indirectas, utilizando cualquier recurso comunicativo. Eludir la desgracia, en realidad, obliga a un mínimo esfuerzo: sería tan fácil como hablar con los muertos cuando vienen a vernos.

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    El escritor que tiene facilidad para escribir, si no se controla, acaba aligerándose.

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    Por algo será que las religiones monoteístas más importantes surgieron en lugares desérticos y semidesérticos, donde abundan los espejismos.

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    Hemos creado a Dios como oposición al hombre. Él es cualitativamente antagónico a nosotros: inmortal, omnisciente, todopoderoso… Al concebirlo tan excesivo, parece lógico que quiera aplastarnos en vez de cuidarnos.

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    Por la vida se pasa a muy diferentes velocidades: la meteórica, del genio precoz muerto antes de la madurez; la de crucero, de la persona que tiene una meta y de forma tenaz se dirige a ella; la parsimoniosa, del que arrastra su existencia como un fardo lleno de estorbos. También hay quien pasa por encima de la vida y a quien la vida le pasa por encima.

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    Debo disimular, no tengo otra opción. Demostrar que me interesa cuanto dice, reír si narra algo escasamente gracioso, complacerle muy a mi pesar: de eso depende que siga vivo. Tiempo atrás fui muchas veces favorecido. Ahora intento no convertirme en una más de sus víctimas. Espero al menos que, cuando yo muera, salgan a la luz estas sátiras, que escribo para ajustar cuentas con él en el futuro. Ya que no consigo derrocarlo, qué otra cosa puedo hacer sino deslucir su memoria.

    *

    Cuando me incineren y mis cenizas reposen en una urna de piedra, quiero que preparen otro recipiente más pequeño para mis pensamientos. Ellos se merecen también algo de consideración. La misma, al menos, que esos perrillos de mármol que descansan a los pies de algunas esculturas yacentes en los sepulcros catedralicios.

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    Te beso, sobre todo, para dejarte sin palabras.

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    Los objetos también manifiestan su dolor en ocasiones. Lo que pasa es que, como no saben gritar, chirrían únicamente.

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    ¿Qué será de esos poemas que vengan a visitarme cuando ya no quiera escribir? ¿Se irán a tentar a otros poetas? ¿Se extinguirán en la confusión? ¿Volverán al lugar de donde surgieron? Quizá, en vez de imaginarlos, empiece a vivirlos.

    *

    Los timadores coinciden en la plaza. Tranquilamente se cuentan sus aventuras. Allí encontramos al que finge orgasmos con su mujer y al que simula esguinces cervicales para cobrar del seguro. También suelen aparecer, de vez en cuando, la que adopta una pose de poeta en las veladas culturales y la que paga con billetes falsos a los reposteros internacionales. Entre ellos, sin embargo, no cabe el embuste. Su profesionalidad les impide contar mentiras a un mentiroso.

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    No te vayas tan pronto. Espera al menos a que maduren tus gladiolos de pubertad. No te parezcas en esto a la madre que se queda sin leche al poco de parir o al brote que se queda sin florecer por culpa de un fuego esporádico. Espera a que me acostumbre a ti durante el breve tiempo que va de un «acércate» a un «quédate». La sola idea de tu temprana marcha esparce sal sobre la herida penetrante de tu ausencia innecesaria.

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    ¿Quién se defiende del invierno cuando pega duro en los ventisqueros? Las marchas son cada vez más largas y las provisiones escasas. Las fuerzas, justas, pero la moral, intacta, de momento. Duele, cada mañana, no recibir información de los nuestros. Desde hace tres semanas, solo nos alimentamos de caza mal condimentada. ¿Cómo defenderse de los rumores?, ¿cómo limpiarse la mugre de la sospecha? De los treinta y seis que empezamos, únicamente quince seguimos en esto. Mejor estar aquí que en un presidio. Al menos, entre las peñas, uno siente la protección de la casa que tuvo que abandonar. El maquis posee la resistencia al límite del lobo acorralado.

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    Me encuentro más a gusto dentro de la categoría de los poetas menores porque los poetas mayores me asustan y suelo faltarles al respeto. Prefiero la escasa consideración porque la gran consideración me aplasta con tantos elogios. Estoy contento siendo un escritor minoritario que, sin embargo, recela y no se fía de las minorías selectas.

    *

    Me da miedo llegar a esa edad en la que echas cuentas y son más los amigos que se han ido que los que aún conservas. Se te acumulan los entierros y empiezas a dar el pésame a los familiares con frases inevitablemente repetidas. Esa maldita edad en la que no quieres ser el siguiente, pero tampoco quieres quedarte de los últimos. Cada dos por tres debes suprimir contactos en la agenda de tu teléfono móvil. Esa edad en la que no te acecha la soledad, sino que te acosan los fantasmas tristes de la soledad.

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    Con Verdi culmina la tradición operística y con Wagner comienza la revolución operística. Verdi es el no va más y Wagner, el que va más allá.

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    Justo hoy hace un año, al abrir la ventana, entró la luna y ya no ha querido irse. Ilumina mi casa a cambio de nada. Le da miedo salir porque algunas nubes la ocultan. Se lleva bien conmigo, aunque no hay manera de quitarle ese vicio de crecer y de menguar. Lo malo es la infinidad de cartas que recibo con quejas sobre diversos asuntos: desde la falta de mareas hasta el aumento del insomnio. ¿Qué será de ella cuando yo falte? Tendrá que buscar otro refugio que le permita brillar para sí sin brillar para nadie.

    *

    Te lo he dicho bajo el agua y has puesto cara de ingenua. No pienso decírtelo aquí para que pongas cara de aflicción. Solo las algas conocen mi secreto. Pregúntales a ellas el sentido último de mis palabras. Hay frases que se pronuncian mejor con la boca llena de agua, pues tienen tanta rabia que incendiarían el aire.

    *

    La lluvia que cae sobre el mar forma las medusas. Una transparencia dentro de otra transparencia. Un paracaídas gelatinoso que flota aprovechando la velocidad de las corrientes. En la arena de la playa y resecas por el sol, parecen los globos oculares sobrantes de los quirófanos. No sé qué imagen tienen los pensamientos cuando se entrecruzan las ideas, pero no puede ser muy distinta a un banco de medusas en las aguas cálidas de los trópicos.

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    Mis libros de aforismos, en realidad, son un diario continuo, no de lo que me sucede, sino de los pensamientos que tengo tras lo que me sucede. Escribo mi biografía mental en pequeñas dosis. Parto de la experiencia para llegar a la conciencia.

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    Los enterradores se cuentan chistes delante de los muertos, porque para ellos un cuerpo sin vida es un bulto transportable. En el cementerio, las familias agachan las cabezas, intentando no ver cómo las cruces están erguidas mientras sus difuntos siguen tumbados. Paso junto a un sepelio en el que hay tres grupos de personas: los que miran el reloj cada poco, los que lloran inconsolablemente y los que se arrepienten de haber ido. También hay tres tipos de sepulturas por aquí: con flores frescas (te recuerdan), con flores marchitas (te empiezan a olvidar) y sin flores (te olvidaron). Me gusta pasear entre los cipreses, ahora que todavía no me abrazan sus raíces.

    *

    Escribir se parece a llenar una botella sin embudo. Una parte del líquido entra y otra la derramamos. La culpa no es de la botella, la culpa es de nuestro pulso. Siempre se pierde algo al pasar de la idea pensada a la idea escrita. Entremedias, hay un pequeño orificio lingüístico que nos hace temblar.

    *

    Mi perro se comporta de distinta manera con los visitantes: ladra a unos y lame las manos a otros. Así distingo las intenciones de aquellos que quieren algo de mí. Nunca se equivoca mi perro. La única vez que no le hice caso pagué las consecuencias de una relación dañina. ¿Qué sucederá cuando falte? ¿Cómo diferenciaré a las buenas personas? ¿A qué huele la traición que con tanta facilidad detecta mi perro? Por más que recelo, siempre me engañan las miradas porque en todas veo un fondo lejano de candor que inspira confianza. Aún no he encontrado, ni siquiera cuando lloran, unos ojos turbios.

    *

    Cuando entra en crisis una ideología, solemos aceptar irreflexivamente su alternativa aunque sea incluso mucho peor. Esa ansiedad por sustituir lo caduco con lo primero que quiere ocupar su sitio nos hace defender aberraciones que, pasado el tiempo, nos avergonzarán o nos aniquilarán. Algo parecido les ocurrió a ciertos intelectuales de entreguerras: la fatal seducción del nazismo.

    *

    Aunque nos parezca imponente la estatua broncínea del prócer, por dentro está hueca y por fuera está llena de excrementos de pájaros.

    *

    ¿Hay alguna otra especie que se oculte para copular? Al hacer del apareamiento algo íntimo, rompimos la confianza de la horda. Con el placer privado comenzó la sospecha pública.

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    Las cosas abandonadas descansan, al fin, de la esclavizante utilidad. Se merecen esta protectora y delicadísima capa de polvo.

    *

    Lo más parecido a Dios es una montaña: impresionante vista a distancia, agotadora en la ascensión y etérea desde la cima.

    *

    Descorchado, retorcido. Con la rusticidad de un mamut y la ramificación de un candelabro. Dan ganas de abrazarte para abrigar tu carne desnuda continuamente expuesta a la inclemencia y al rigor. Algo de madera se interpone entre los costales ásperos de la imposible simetría. En un bosque de alcornoques hasta el aire luminoso parece petrificado.

    *

    Hemos convertido la política en una red de falsedades que los votantes creen, que los militantes justifican, que los dirigentes fabrican y que el líder utiliza.

    *

    Haberse muerto y que una pestaña, diminuta, todavía quede con vida. Sujeta a un párpado exangüe, incapaz de revivir. Haberse muerto y que una mínima porción tuya plante cara a la muerte. Haberse muerto y que un trocito de ti tenga el valor de continuar, aun sabiendo que todo lo demás se ha ido sin remedio y sin retorno.

    *

    No tiene nada de poético esta roca gigante que nos amenaza desde el cielo. Suya es la frialdad de los metales y la rotación de las esferas. Despojada de metáforas, tiene la consistencia de los núcleos y la fisonomía de los mundos. Su luz nocturna ni siquiera le pertenece, se limita a reverberar el brillo plateado que tanto envidia.

    *

    Esa sensación de desnudamiento y fragilidad que tiene una mujer cuando, por accidente, se le vuelca el bolso y todo su contenido queda expuesto a las miradas indiscretas de los demás.

    *

    Las uñas postizas de la cajera del supermercado, antes de tocar las monedas y los billetes, tocaron la superficie familiar de las rutinas diarias y los músculos tensos del cuerpo propio y ajeno. Al llegar la noche, una vez cumplida su función decorativa, podrán descansar en su caja. Entonces las otras uñas, las encubiertas, exhibirán su fealdad bajo el grifo del fregadero y junto a la vajilla enjabonada de la cena.

    *

    Como si importara algo quedar bien con los amigos o terminar el trabajo pendiente en la oficina de todos los días. Como si importara alargar los años o digerir las derrotas, cuando en realidad lo único que importa es no morir según vamos muriendo.

    *

    Las visiones de los poetas difieren de los pronósticos de los videntes, también se distancian de los delirios de los toxicómanos. Poco tienen que ver con los éxtasis místicos y con las imágenes fantásticas. Las visiones de los poetas nacen de lo asombroso y llegan a lo inconcebible, discurriendo por una larga estela que casi se deja alcanzar con las sutilezas de los enamorados. Las visiones de los poetas acaban al intentar comprenderlas, como desaparecen las pompas de jabón al intentar tocarlas.

    *

    Mi mesa no se cansa. Nunca dobla sus patas y reposa echada en el suelo. Se parece a esa columna que tampoco deja jamás de sostener el arquitrabe que la aplasta, y eso que sueña a menudo con tomar asiento para reponer fuerzas. Las cosas están ahí, indefensas y obedientes, a la espera de deshacerse, algún día, de nosotros.

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