Mario Pérez Antolín

Mario Pérez Antolín

Fragmento de Oscura lucidez

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  • Sentimos admiración por unas creaciones que nos acomplejan. El orgullo, por ejemplo, de haber fabricado la calculadora, y la consiguiente decepción de no ser capaces de calcular como ella.

     

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    El cantero podría haber descuidado la factura de los relieves y ornamentos más altos de la catedral, ya que prácticamente nadie, en su época, iba a contemplarlos de cerca; y sin embargo no lo hizo, porque su propósito era que fueran vistos, no desde la tierra, sino desde el cielo por el único Ojo que escruta todos los detalles.

     

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    Ciertas desgracias son tan inconsolables e inexpresables que ni las palabras de aliento confortan, ni las lágrimas más compungidas desahogan. Ante tales mazazos del destino, solo cabe, como Níobe, transformarse en roca y mineralizar el alma.

     

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    ¿Quién en un arrebato no ha demostrado alguna vez bravura?, pero no diremos, por ello, que sea un valiente. La virtud se desvirtúa si no se asienta sobre la perseverancia y la cogitación.

     

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    Podría llamarse tempero, pero se llama erial porque nadie arrancó las piedras que entorpecen el avance de la vertedera. Podría llamarse sazón, pero se llama abandono porque la acequia no quiso abrazar este trozo compacto de basura y tierra. Podría llamarse cosecha, pero se llama yermo porque algunas parcelas prefieren la brutalidad de la intemperie silvestre al cuidado monótono del laboreo acuciante.

     

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    Muchas veces creemos ser el centro de atención de personas que, en realidad, no se interesan por nosotros; al contrario, también sucede que cuando creíamos estar en presencia de alguien que nos ignora, ese, justamente, pasa gran parte de su tiempo intrigado por nuestras vicisitudes. La falta de correspondencia entre lo que espero suscitar y lo que consigo capturar amplía mi cuestionamiento de mí.

     

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    Infrautiliza la libertad aquel que se conforma con no ser oprimido para ser libre. En cambio, expande la libertad el que la sacrifica para defender que, incluso el que no la merece, la tenga.

     

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    Uno de los problemas estructurales de la política es que quienes deciden no sufren los efectos adversos de sus decisiones. El que no se priva no debería ordenar privación.

     

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    El insistente empuje de las olas hace retroceder la adamantina resistencia de los cantiles. La blandura abarcadora que se mueve gana la partida a la rigidez craneal que emerge. La erosión es un tenso contacto entre la brutalidad y su desmoronamiento.

     

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    El enterrador odia trabajar cuando la tierra está helada, el pico rebota y la vibración se transmite por los tendones hasta la corteza del ensimismamiento. Durante las noches de luna, las carretas subían a los pozos de nieve; allí donde quedan a la vista, no muy lejos, los fósiles en las trincheras del ferrocarril. Era una época en la que los colegiales utilizaban pizarras y era común hacer el jabón con aceite y sosa cáustica.

     

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    Era meticuloso en extremo con sus objetos personales, por eso resultó muy extraño que el día de su desaparición estuviera el apartamento donde vivía revuelto y en desorden. Puestos a aventurar hipótesis sobre este inaudito suceso, las hubo a cual más inverosímil: que si un secuestro fallido, que si una fuga por deudas de juego, que si un enamoramiento repentino… Pero después de varias investigaciones exhaustivas de la policía, el enigma quedó sin resolver. Parece mentira que nadie diera con la mejor explicación: llega un momento en que uno prefiere no dejar rastro de su fuga precipitada, porque ha sido incapaz de dejar huella de su paso irrelevante.

     

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    ¿Qué somos? Unos pocos aconteceres que se dejan atrapar por la atención de unos pocos observadores. Tan solo eso, y quizá ni eso.

     

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    Esa humilde florecilla que aguanta las sacudidas del viento y los rayos inclementes del sol, aunque te parezca débil por carecer de envoltura, aunque semeje un rutilante chispazo de simpleza, aunque represente a la más elemental de las criaturas, ahí donde la ves, contiene una dádiva tan excelsa que podría, con su germen, colonizar la corteza estéril de un planeta gélido.

     

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    En el infierno, siempre hay sitio para un nuevo desalmado. Incluso después de los juicios de Núremberg, cuando sus sucios pabellones estaban repletos, se admitían nuevos ingresos. Nunca tuvo que esperar un cruel por muy hacinadas que estuvieran las celdas. En el Averno no existen restricciones, cualquiera es bienvenido y las preferencias quedan completamente prohibidas. Nadie debe perderse la condena que con tanto merecimiento ganó. El que hizo el diseño del infierno quiso que, por si acaso, cupiéramos todos.

     

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    Ella me dijo, durante mi hospitalización, que lo fundamental de su biografía estaba en las tres cicatrices de su cuerpo: la que no podía disimular su vello púbico le recordaba, a diario, aquel hijo deseado que terminó siendo este extraño de la foto; la de la mejilla derecha le impedía olvidar a un marido que, poco después de la boda, se convirtió en su peor enemigo, y la más reciente, aún con los puntos de sutura, era la de una biopsia que no presagiaba nada bueno, salvo que sería el último zurcido de su desdichada vida.

     

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    Me hice amigo de un gladiador, que venía directo de mi imaginación, y lo traje a vivir conmigo. El vecindario protestaba porque los niños no iban al colegio y preferían jugar con él. Cuántos paseos tuvimos que interrumpir por el acoso de los paparazzi y la insistencia de los fans en busca de unos autógrafos. Los ruinosos circos romanos no le gustaban. Su lugar predilecto para los combates eran los estadios de fútbol llenos de hinchas poco antes de terminar el partido, con el consiguiente deterioro del orden público. En los estudios de cine, no encontró trabajo de especialista debido a que sus interpretaciones resultaban demasiado verídicas. Al final, las cosas se aclararon entre nosotros y, de mutuo acuerdo, viendo lo molesto de su comportamiento arcaico, decidimos que volviera al cuarto oscuro de mi fantasía, donde los anacronismos pasan desapercibidos.

     

     *

     

    El problema de la muerte es que ni se presiente ni se adivina ni se barrunta y, aun así, termina llegando a deshora como un huésped inoportuno al que hay que acomodar, encima, en el mejor cuarto de nuestro piso. El problema de la muerte es que siempre nos coge desprevenidos y con los preparativos sin hacer, porque tiene la mala costumbre de presentarse sin haber recibido invitación. El problema de la muerte es que cuando se va, no se va sola.

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